El fenómeno de los incendios forestales y la degradación del suelo ha sido históricamente uno de los motores naturales más poderosos en la transformación de los ecosistemas. En particular, la región del Levante sur experimentó, hace aproximadamente diez mil años, un evento ambiental catastrófico que dejó una huella perdurable en el paisaje y la sociedad humana. Estudios recientes apuntan a una posible relación directa entre estos sucesos naturales y el surgimiento de la revolución neolítica, es decir, la transición clave que marcó el paso de sociedades de cazadores-recolectores a comunidades agrícolas sedentarias. El Levante sur, que comprende áreas de hoy día en Israel, Palestina y territorios adyacentes, fue testigo de una serie de cambios climáticos abruptos y fenómenos naturales que dieron lugar a incendios masivos y destrucción del suelo. A través del análisis de múltiples registros geológicos, biológicos y químicos, científicos han identificado una fase durante el Holoceno temprano, particularmente alrededor del evento climático conocido como los 8.
2 mil años antes del presente, en la que se incrementó la actividad de incendios. Este alza en la frecuencia e intensidad de los fuegos no fue consecuencia exclusiva de la actividad humana, sino más bien un resultado de una combinación de factores naturales, como un aumento en la intensidad de las tormentas eléctricas secas que provocaron incendios espontáneos en un contexto de sequedad ambiental marcada. El registro de microcarbón hallado en sedimentos lacustres del valle del Hula es un testimonio contundente de esta época de incendios extendidos. Los núcleos sedimentarios muestran picos en los niveles de microcarbón que alcanzaron hasta tres veces los valores normales del Holoceno, indicando un episodio extremo de combustión masiva de biomasa. Paralelamente, las improntas isotópicas del carbono en espeleotemas, que reflejan la vegetación y la cobertura del suelo, evidencian una pérdida significativa de la vegetación, con un aumento de valores de δ13C que indican menos plantas de tipo C3 (típicas de ambientes boscosos o de matorral) y una menor actividad biogénica en suelos.
Asimismo, la caída drástica en los niveles del Mar Muerto durante esta misma etapa señala un periodo de sequía severa que podría haber exacerbado la vulnerabilidad del entorno natural y facilitado la propagación rápida de incendios. Los isótopos de estroncio medidos en depósitos calcáreos aportan una información adicional sobre la dinámica del suelo. Los valores reducidos de ^87Sr/^86Sr en espeleotemas indican una pérdida masiva de suelo superficial en las pendientes, la cual fue removida por la erosión hidráulica y eólica y redepositada en cuencas sedimentarias y valles. Esta reubicación de los suelos creó superficies con acumulaciones de sedimentos fértiles que a su vez se convirtieron en lugares preferidos para el establecimiento de asentamientos humanos durante el Neolítico. La concentración de comunidades sedentarias y desarrollos agrícolas en áreas de depósitos sedimentarios reagrupados sugiere que la degradación y redistribución del suelo influyó decisivamente en la configuración del paisaje y la economía de las primeras sociedades agrícolas.
Para entender la naturaleza de la ignición de estos incendios, se descarta la actividad volcánica como fuente, dado que no se registran erupciones en el intervalo temporal y zona geográfica estudiada. Por otro lado, la escala y persistencia de estas quemas es incompatible con la idea de que fueran provocadas únicamente por humanos, que en ese entonces habrían tenido una densidad poblacional limitada y una capacidad tecnológica restrictiva. La hipótesis natural más plausible apunta a tormentas eléctricas secas, fenómeno climático que tiene un potencial alto para iniciar incendios en épocas de baja humedad y vegetación seca, especialmente en regiones con clima mediterráneo y ecosistemas frágiles. Este episodio coincide con un periodo climático conocido como la máxima insolaridad del Holoceno temprano y la intrusión marginal hacia el norte de sistemas climáticos del sur, relacionados con el llamado Holocene Humid Period, que trajo una inestabilidad atmosférica significativa. Lo cierto es que estos cambios favorecieron la ocurrencia de incendios intensos y la posterior pérdida de cobertura vegetal y suelo superficial, favoreciendo un entorno más abierto y de pastizales frente a los anteriores bosques y matorrales.
Este entorno transformado creó condiciones ecológicas que, aunque desfavorables para ciertas formas de vida vegetal y animal, promovieron nuevas oportunidades para la domesticación y el uso agrícola de plantas y animales. La reducción de vegetación y suelo fértil llevó a las poblaciones humanas a concentrarse en zonas con suelos acumulados y protegidos de la erosión, donde se podía explotar la tierra de manera más estable. El surgimiento de la agricultura y la domesticación en esta región no puede desligarse de esta realidad ambiental. Mientras que evolutivamente el ser humano desarrolló habilidades y comportamientos inéditos para cultivar y gestionar recursos, el estímulo ambiental fue quizás un factor decisivo que forzó cambios en el modo de vida hacia un uso más cuidadoso y sistemático del recurso suelo. La degradación ambiental acelerada generó presiones que moldearon la adaptación cultural y tecnológica, contribuyendo a la conocida revolución neolítica.
Además, el patrón espacial de los asentamientos arqueológicos confirma que los grandes pueblos neolíticos se establecieron mayormente sobre depósitos de suelo redepositado y tierras fértiles formadas tras estos procesos de erosión y sedimentación. Ejemplos notables incluyen yacimientos como Jericó, Gilgal y Netiv Hagdud, todos ellos ubicados en áreas que presentaban acumulaciones sedimentarias ricas en materiales reagrupados y aptos para el cultivo. En cambio, las laderas y colinas con suelos delgados y erosionados fueron escasamente ocupadas, lo que muestra cómo la dinámica del paisaje influyó en la distribución humana. La evidencia también sugiere que tras este periodo de fuegos extremos y degradación, el ambiente pudo recuperarse paulatinamente y estabilizarse, permitiendo que con el tiempo se regeneraran suelos y cubierta vegetal, lo que a su vez favoreció un incremento de la diversidad de actividades humanas y ocupación territorial más extensa. Sin embargo, el cambio drástico en las formas de vida humanas ya estaba marcado y había sentado las bases para la civilización agrícola.