En los últimos años, términos como “enshittificación” han empezado a ganar relevancia para describir un fenómeno que, aunque poco tratado en debates públicos amplios, afecta profundamente nuestra interacción con la tecnología y la sociedad en general. La enshittificación se refiere a la degradación progresiva de plataformas digitales y servicios online, cuyo curso no es accidental sino resultado directo de las lógicas mercantiles que priorizan beneficios económicos sobre la calidad, la transparencia o la responsabilidad cívica. Detrás de esto, hay una guerra cultural soterrada pero fundamental, que modela (y a la vez deteriora) la forma en que consumimos información, establecemos vínculos sociales y comprendemos la realidad. En esencia, la enshittificación es un ciclo que toda plataforma digital de éxito parece recorrer. Al principio, dichas plataformas suelen presentar una experiencia relativamente noble y orientada a la comunidad, con enfoques claros en la innovación, la conectividad y el acceso abierto.
Sin embargo, a medida que crecen y buscan expandir su rentabilidad, la prioridad se desplaza hacia la monetización. El equilibrio se rompe. Las prácticas que maximicen ingresos a corto plazo se imponen — mediatización excesiva, publicidad invasiva, manipulación algorítmica — para dar paso a lo que puede definirse como la enshittificación: la disminución sostenida en la calidad de la experiencia y el aumento de las prácticas tóxicas cuyo costo real es una sociedad más fragmentada y desinformada. Uno de los ejemplos más palpables de este proceso es el funcionamiento de las redes sociales contemporáneas. Inicialmente concebidas como espacios para conectar a personas y generar conversaciones significativas, ahora están dominadas por algoritmos que priorizan la polémica, el sensacionalismo y la polarización.
Esta optimización para captar atención desata un ciclo perverso: cuanto más extremas y divisorias son las publicaciones, más visibilidad reciben. Esto no es casual, sino la manifestación de un modelo de negocio diseñado para maximizar el tiempo en pantalla y, por consiguiente, los ingresos publicitarios. El resultado va más allá de una simple molestia digital. Se genera una erosión de la confianza social y del diálogo público sano. Plataformas como Facebook, Twitter (ahora X), Instagram o TikTok, que podrían actuar como plazas públicas digitales, terminan funcionando como cámaras de eco de discursos excluyentes, falsedades amplificadas y confrontación constante.
La consecuencia es un empobrecimiento de la deliberación democrática y un aumento de la fragmentación social. En el fondo, la enshittificación es un sabotaje cívico, donde la tecnología —pensada inicialmente para empoderar y democratizar el acceso a la información— termina industrializando la división y el conflicto. El fenómeno no se trata solo de un deterioro técnico o una mala experiencia de usuario, sino de un profundo daño social que debilita las instituciones, fragmenta el sentido comunitario y borra los límites saludables entre lo que es verdad y lo que es simple ruido o engaño. Este desgaste de las instituciones y de la confianza común genera un caldo de cultivo para dinámicas autoritarias. Cuando las personas pierden la capacidad o la voluntad de confiar en los medios, los gobiernos, los sistemas judiciales o incluso en información consensuada, el terreno queda abonado para liderazgos que se presentan como la única solución posible ante un entorno caótico.
El autoritarismo no siempre se impone por la fuerza; en muchas ocasiones, la población lo acepta voluntariamente, impulsada por el miedo y la desesperanza, factores alimentados por la toxicidad que las plataformas digitales incentivan. Ambos extremos del espectro político están inmersos en esta dinámica. Aun cuando parezca que solo un lado es responsable de la polarización, la enshittificación afecta a toda esfera política. La difusión de teorías conspirativas, la validación de discursos de odio o el fortalecimiento de identidades de grupo que sobrepasan la lealtad a proyectos democráticos resultan manifestaciones de esta crisis que trasciende la derecha o la izquierda política. La lucha contra la enshittificación no es sencilla.
No basta con hablar de un “internet bueno” del pasado, pues aquella etapa temprana también tenía sus limitaciones y sesgos. Más bien, la solución demanda un esfuerzo colectivo consciente para transformar la forma en que usamos, damos valor y regulamos las plataformas digitales. Pasar de un consumismo pasivo, que alimenta la lógica del click y la viralidad sin responsabilidad, a un uso activo, crítico y comprometido, que priorice la veracidad, la pluralidad y el respeto como bases para la conversación pública. Las iniciativas para revertir estos efectos pueden encontrarse en nuevos espacios digitales que intentan construir modelos más sostenibles y alineados con la ética cívica, como algunos medios independientes en plataformas como Substack o en proyectos de redes sociales descentralizadas. Es fundamental entender que la herramienta en sí no determina la calidad del debate; somos los usuarios y creadores de contenido quienes tenemos la responsabilidad de optar por un uso que fomente el entendimiento y el diálogo racional.
Además, es imperativo fomentar la cultura de la confianza y la resiliencia frente a la desinformación. Esto implica educar en competencias digitales, promover el pensamiento crítico y construir puentes entre comunidades diversas para superar la fragmentación inducida por la competencia algorítmica. La enshittificación es, finalmente, una prueba para las sociedades liberales contemporáneas. Si logramos detener o revertir esta espiral, estaremos reafirmando la importancia de la cooperación, el respeto por la verdad y la defensa de espacios digitales que funcionen para la democracia y no contra ella. Pero si abandonamos este combate, el peligro es que las plataformas y servicios en los que depositamos nuestras esperanzas se conviertan en terrenos baldíos de desconfianza, enfrentamiento y manipulación, donde la democracia se desvanezca lentamente ante nuestros ojos.
Es momento de reconocer que la guerra cultural silenciosa que representa la enshittificación nos involucra a todos, y que la responsabilidad de reconstruir un entorno digital más saludable y democrático recae tanto en los diseñadores tecnológicos, los legisladores como en nosotros, los usuarios. Definir y mantener el futuro del espacio digital será un acto colectivo indispensable para preservar no solo la calidad de la interacción online, sino la calidad misma de la vida en sociedad.
