La pregunta “¿por qué debería importarme?” puede parecer simple, a primera vista, pero encierra en su interior un debate profundo y complejo sobre nuestra relación con el mundo, la sociedad y la autoridad. En un momento donde las exigencias sociales, políticas y culturales parecen acumularse sobre cada individuo, cuestionar la razón y la validez de esas obligaciones es un acto esencial para recuperar la autenticidad y libertad personal. Esta reflexión, que durante mucho tiempo quedó relegada al rechazo adolescente o a la irreverencia juvenil, cobra una nueva fuerza cuando se ve desde la óptica tanto de antiguos filósofos como de los punks, aquellos despreciados inconformes que, paradójicamente, pueden señalar algunas verdades incómodas. El concepto tradicional de moralidad y deber en la filosofía occidental, especialmente en pensadores como Immanuel Kant, nos dice que existe un mandato categórico: actuar de manera que las reglas que guían nuestras acciones puedan convertirse en leyes universales. Según esta visión, todos estaríamos moralmente obligados a cuidar, a participar en la sociedad, y a respetar las normas comunes para garantizar la convivencia y el progreso.
Sin embargo, ¿qué tan realista o justo es este imperativo cuando se impone de manera tácita, sin ofrecer la posibilidad de cuestionamiento ni consentimiento genuinos? ¿Puede ser la moral una ley que se impone a todos sin la oportunidad de elección voluntaria? Aquí es donde la postura punk y la reflexión del filósofo Robert Paul Wolff nos ofrecen una mirada crítica y liberadora. Wolff, quien fue un firme defensor del anarquismo y del marxismo, estudió precisamente estas tensiones entre la autoridad impuesta y el derecho a la libertad individual. Su revisión de la moral kantiana pone en duda que se pueda obligar a alguien a adherirse a un contrato social que no eligió de manera consciente y voluntaria. Rechaza la idea de que exista un fundamento irrefutable para exigir que cuidemos y participemos en algo tan abstracto como “la sociedad” o “el bien común” sin reconocer las múltiples voces y necesidades distintas que existen dentro de cualquier colectividad. La esencia de la crítica punk radica justamente en la denuncia del poder opresor que las instituciones tradicionales ejercen sobre el individuo.
Lejos de caer en la simple rebeldía sin sentido, los punks articulan una protesta contra la imposición constante de normas ajenas, que habitualmente no consideran o no comprenden la diversidad y singularidad de cada persona. Esta postura recalca que la libertad verdadera implica el derecho a escoger en qué y en quién queremos invertir nuestras emociones, nuestro tiempo y nuestras acciones. No debe existir obligación para cuidar de quienes no nos importan o cuya realidad no compartimos, porque el tiempo y la energía de cada persona son limitados. Plantear que “la justicia es el interés de los más fuertes”, como resalta un fragmento de Platón en La República, es admitir que toda norma y ley tradicionalmente establecida responden en última instancia a la voluntad de quienes detentan el poder. Eso significa que el ideal filosófico y ético que se nos vende —cuidar a la comunidad, respetar la ley, sacrificarse por el bien común— a menudo se usa como un mecanismo para perpetuar estructuras que funcionan en favor de ciertos grupos en detrimento de otros.
Reconocer esta realidad no solo es un acto de honestidad intelectual, sino también una invitación a redefinir qué significa para cada uno ser justo y responsable sin depender exclusivamente de un consenso impuesto desde arriba. ¿Por qué, entonces, deberíamos importar y comprometernos con algo tan amplio y difuso como la sociedad? Desde la perspectiva punk y de Wolff, la respuesta es que no es necesario ni obligatorio. En lugar de asumir una corresponsabilidad hacia una entidad abstracta, podemos orientar nuestro cuidado y compromiso hacia las personas concretas que nos rodean, hacia relaciones reales que generan sentido y bienestar. Esa cercanía, ese vínculo auténtico, es más que suficiente y más sensible a las verdaderas necesidades y deseos. El pensamiento kantiano, a pesar de su brillantez y profundidad, no logra resolver ciertos problemas fundamentales al imponer la idea de la universalidad moral sin considerar la realidad subjetiva y fragmentada del ser humano.
Wolff explicita que la idea de una ley moral universal se desquebraja cuando tomamos en cuenta la distinción kantiana misma entre las cosas como son en sí mismas y las cosas como aparecen a nuestra percepción limitada. No podemos asegurar, pues, que lo que es bueno para mí lo sea para otro, ni que nuestras máximas puedan convertirse en leyes universales para todos sin contradicciones ni exclusiones. Este quiebre abre espacio para un tipo de ética del cuidado basada en la libertad y en la autonomía personal pero también en la profundización de las relaciones interpersonales genuinas. Al desprendernos de la obligación de cuidar “a todos”, podemos elegir cuidar “a quienes realmente nos importan”, y lo hacemos porque queremos, no porque estamos forzados. Esto no supone un egoísmo insensible, sino un reconocimiento honesto de los límites humanos: nadie puede abarcar ni resolver los problemas del mundo entero, pero sí puede transformar para bien su entorno inmediato.
El ejemplo del amor al prójimo desde una perspectiva cristiana resuena poderosamente en esta línea de pensamiento. Jesús no pide amar a todos, sino «amar al prójimo», es decir, al vecino, a aquel a quien tenemos cerca y podemos conocer. Este mandato permite construir una ética viable y enriquecedora en donde el cuidado es un compromiso personal, íntimo y profundo, no una carga impuesta por un sistema o una doctrina. Las críticas al rol del Estado y las instituciones que buscan monitorear y controlar cada aspecto de nuestras vidas también se vinculan con esta reflexión. La constante invasión de la privacidad, el intento de uniformar las conductas y gustos, y la presión social para que nos involucramos en causas ajenas a nuestro interés son formas de opresión que minan la libertad individual y obstaculizan la posibilidad de un compromiso auténtico y voluntario.
Por tanto, la cuestión no es si debemos o no cuidarnos unos a otros, sino desde dónde y por qué decidimos hacerlo. Desde la convicción genuina, o desde la imposición y el miedo. Desde la libertad que permite elegir, o desde la coacción que define nuestra vida. Esta diferencia fundamental constituye la base de un pensamiento crítico contemporáneo que busca romper con las viejas estructuras de poder y ofrece un camino hacia una ética vivida y no impuesta. Así, cuestionar “¿por qué debería importarme?” no es desdeñar la responsabilidad social, sino buscar un fundamento más honesto y auténtico para ella.