Desde siempre, el concepto de «sociedad basada en el conocimiento» se ha presentado como el ideal al que toda nación aspira. Un modelo donde la educación, la investigación y la innovación se fusionan para impulsar el desarrollo económico y social, y donde los investigadores y académicos son los pilares fundamentales del progreso. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando la realidad universitaria demuestra estar muy lejos de esta utopía? ¿Qué sucede cuando la burocracia, la negligencia, la falta de recursos y la desmotivación hacen que los esfuerzos científicos se vean obstaculizados de manera sistemática? Esta es la historia, honesta y descarnada, de un doctorando que buscó ser parte de esa prometida sociedad del conocimiento y terminó enfrentándose a un sistema que parecía diseñado para ahogar cualquier iniciativa genuina. Desde el momento en que el aspirante fue admitido programando iniciar su investigación, la postura del profesor supervisor ya dejaba muchas dudas en el ambiente. Contrario a fomentar un espacio de trabajo y aprendizaje, las exigencias se mostraban imprecisas y contradictorias.
La obligación de iniciar el trabajo de inmediato fue recibida con resistencia debido a sus compromisos laborales previos, pero el profesor insistió en la urgencia de comenzar sin importar las circunstancias. Este primer choque evidenció la falta de empatía y estructuras de apoyo que deben existir para facilitar la transición hacia la investigación académica. Las expectativas pronto dieron paso a la decepción. El rechazo a proporcionar material básico de investigación como un espacio adecuado o instrumentos tecnológicos fundamentales inauguró un camino en solitario. El investigador se encontró confinado en un sótano frío e inaccesible, sin acceso a equipos elementales, sin interacción con profesionales relacionados y sin una verdadera comunidad científica que le acompañara.
En lugar de un ecosistema de cooperación, el aislamiento y la indiferencia parecían reinar. El relato pone en evidencia que no se trataba solo de una falta de recursos materiales, sino de una atmósfera universitaria donde las jerarquías y formalismos eclipsaban el objetivo primordial: la generación y transmisión de conocimiento. Situaciones como profesores que, a pesar de ocupar cargos, apenas asisten regularmente o asignaciones arbitrarias que ignoran competencias reales convierten la experiencia doctoral en una carrera de obstáculos inútiles. En este contexto, el hacer ciencia se vuelve una mera formalidad que debe ser cumplida sin pasión ni contenido sustancial. Los retos no terminaron en lo material.
El acceso a software especializado para simulaciones fue vetado bajo excusas poco convincentes, y licencias importantes quedaron bajo llave, tanto literal como figurada. La ausencia de interacción real con objetos de estudio, como los implantes de stents en este caso, forzó a la creación de modelos simplificados y poco rigurosos, que limitan no solo la calidad de la investigación sino también el desarrollo profesional y académico. Lo peor fue descubrir que patrones de plagio y falta de ética, como el copiado indiscriminado en publicaciones institucionales, pasaban inadvertidos, reflejando un ambiente permisivo con la deshonestidad intelectual. La presión por publicar, participar en congresos y defender la tesis dentro de plazos estrictos sin el respaldo adecuado es otro fenómeno retratado con crudeza. La cuantificación del éxito mediante números y contratos burocráticos deshumaniza el proceso de investigación, reduciéndolo a una competencia por sobrevivir dentro del sistema, más que a una pasión por el aprendizaje y la innovación.
La consigna es perseverar, aunque ello implique sacrificar el rigor científico y la calidad del trabajo. Una praxis universitaria donde los títulos y formalismos importan más que el conocimiento real afecta tanto a profesores como a estudiantes. La rígida etiqueta en el trato interpersonal, el énfasis por mantener protocolos de apariencia y la instrucción constante sobre códigos de vestimenta contrastan con la ausencia de debates académicos enriquecedores y colaborativos. Este choque entre la imagen y el contenido acentúa la desmotivación de quienes deberían ser agentes de cambio. Otra dimensión preocupante es la estructura de enseñanza y aprendizaje que excluye a quienes más podrían aportar.
El rechazo a que estudiantes de doctorado ejerzan como asistentes de cátedra, pese a su voluntad y capacidad, denota una organización anclada en jerarquías obsoletas que no fomenta la participación activa ni la actualización constante de métodos pedagógicos. Los ejemplos de profesores que improvisan conocimientos en materias necesarias evidencian improvisación y falta de profesionalismo que impactan la calidad educativa. La cotidianidad universitaria descrita remite a un espacio en el que la burocracia burocrática y las prácticas arcaicas, como los registros manuales de asistencia o la escasa presencia de personal, convierten el centro de estudio en un refugio casi fantasmagórico. La limpieza y el orden permanecen como constantes gracias a personas dedicadas al mantenimiento, pero la vitalidad y el verdadero pulso de la ciencia brillan por su ausencia. Frente a esta situación, el investigador adopta estrategias creativas pero resignadas.
La simulación sustituye el experimento real y los modelos simplificados sustituyen el rigor científico. La duplicación de artículos con leves modificaciones se vuelve norma para cumplir con los requisitos formalistas. La colaboración se reduce a favores entre colegas que también enfrentan similares limitaciones. Esta dinámica muestra cómo la falta de inversión y apoyo destruye el espíritu de la investigación y perpetúa mediocridades. El punto culminante de la experiencia es la tesis doctoral, que aunque completada y defendida con éxito, es objeto de críticas por regulaciones internas que demandan pruebas experimentales reales, cuando por años la investigación se fundamentó en la simulación.
La burocracia interviene una vez más para añadir trabas aparentemente arbitrarias que desconciertan y desalientan. Incluso la celebración formal post defensa se convierte en una obligación incómoda y costosa para el propio estudiante, evidenciando la desvinculación de la institución con las necesidades humanas y prácticas. Finalmente, el desencanto y la desconexión con la institución son totales. La propuesta de continuar colaborando es rechazada, no por falta de voluntad, sino por un entendimiento claro de que el sistema no valora ni potencia verdaderamente el compromiso científico. La experiencia relatada es un llamado a la reflexión profunda sobre cómo la realidad universitaria muchas veces traiciona las promesas y discursos sobre una verdadera sociedad del conocimiento.
Es fundamental comprender que el avance social y tecnológico no se logra solo con palabras o programas enormes de financiamiento, sino con un compromiso real hacia los investigadores y estudiantes que día a día enfrentan estas dificultades. La inversión en recursos materiales, el fomento a comunidades colaborativas, la ética académica, la adaptación de estructuras burocráticas y, sobre todo, la humanidad en las relaciones académicas, son esenciales para convertir la retórica en resultados tangibles. El testimonio nos invita a cuestionar la distancia entre la teoría y la práctica, y a reclamar espacios universitarios donde el conocimiento no sea solamente un eslogan, sino una verdadera herramienta para transformar vidas y sociedades. Sin esta conciencia crítica y acciones transformadoras, la sociedad del conocimiento no será más que un espejismo que ignora las voces de quienes luchan desde adentro para alcanzarla.