En las últimas décadas, se ha observado una disminución significativa en las tasas de mortalidad por cáncer en muchos países desarrollados, especialmente desde los años noventa. Esta disminución es motivo de esperanza y celebración, pues indica que, en promedio, la probabilidad de morir por cáncer ha bajado considerablemente respecto a finales del siglo pasado. Sin embargo, atribuir este progreso exclusivamente a la reducción en el consumo de tabaco simplifica en exceso una realidad compleja y polifacética. Aunque el papel del tabaquismo en el aumento y posterior descenso del cáncer, especialmente el cáncer de pulmón, es indiscutible, otros factores también han jugado y continúan jugando un papel fundamental en la reducción de la mortalidad por esta enfermedad. Para entender esta tendencia, primero debemos reconocer la fuerte relación histórica entre el tabaquismo y el cáncer.
En el siglo XX, el aumento masivo en el consumo de cigarrillos estuvo estrechamente vinculado con el incremento en las tasas de cáncer, especialmente de pulmón. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo que la evidencia científica — y la concienciación pública vinculada a reportes como el del Cirujano General de Estados Unidos en los años sesenta — comenzó a revertir la tendencia de consumo de tabaco. Dado que el desarrollo del cáncer de pulmón y muchas otras neoplasias relacionadas con el tabaco suelen tardar décadas en manifestarse, los efectos de la reducción de fumar sobre la disminución de la mortalidad solo se notarían plenamente años después. Sin embargo, observar solo el impacto del tabaquismo es incompleto y puede llevar a conclusiones erróneas. Por ejemplo, el declive en la mortalidad de cánceres como el de estómago y colorectal comenzó mucho antes de que se redujera significativamente el consumo de tabaco.
El cáncer gástrico, que era una causa prominente de muerte, experimentó un descenso marcado en países como Estados Unidos desde mediados del siglo XX, fenómeno vinculado a la disminución de infecciones por Helicobacter pylori, una bacteria identificada décadas después como agente causal. Las mejoras en condiciones sanitarias, higiene alimentaria, uso de antibióticos y tratamientos específicos han contribuido a reducir esta infección y, por ende, la incidencia y mortalidad asociadas con este tipo de cáncer. Otro ejemplo del progreso contra el cáncer que nada tiene que ver con el hábito de fumar está en la lucha contra el cáncer infantil. A pesar de que el cáncer en niños suele originarse en mutaciones genéticas tempranas o heredadas, que no están relacionadas con el tabaquismo, la mortalidad infantil ha disminuido notablemente. Esta mejora se ha dado gracias a adelantos en terapias oncológicas, nuevos protocolos de quimioterapia combinada, y en algunos casos, tratamientos dirigidos específicos según mutaciones genéticas identificadas.
La historia del linfoblástico agudo infantil ejemplifica esta transformación, con tasas de supervivencia que han pasado de ser muy bajas a superar el 90% en algunos países desarrollados. Además, la prevención y tratamiento de infecciones relacionadas con el cáncer han tenido un profundo impacto en las tasas de incidencia y mortalidad. Los patógenos como el virus del papiloma humano (HPV), el virus de la hepatitis B y C, y varias bacterias y virus asociados, pueden originar inflamaciones crónicas que propician el desarrollo de algunos tipos de cáncer. La introducción de vacunas para prevenir infecciones por estos agentes ha significado una reducción considerable en la incidencia de cánceres como el cervical o el hepático. Por ejemplo, la vacunación contra el HPV ha transformado el panorama epidemiológico del cáncer cervical en países con programas de vacunación masiva, con un descenso de los casos que están llevando a la casi erradicación de esta enfermedad en generaciones jóvenes.
La medicina también ha avanzado notablemente en la cantidad y calidad de tratamientos oncológicos disponibles. En las últimas décadas, hemos presenciado la aparición de tratamientos dirigidos y terapias personalizadas que atacan aspectos específicos del tumor, mejorando la eficacia y reduciendo los efectos secundarios. Medicamentos como los inhibidores de tirosina quinasa o los anticuerpos monoclonales han cambiado radicalmente el pronóstico para enfermedades que antes eran casi incurables. El caso del imatinib para la leucemia mieloide crónica o trastuzumab para el cáncer de mama HER2 positivo son ejemplos emblemáticos de este cambio. No menos importantes han sido las mejoras en técnicas quirúrgicas, radioterapia y diagnóstico precoz.
El desarrollo de métodos más precisos para detectar tumores en etapas tempranas, junto con la adopción de programas de cribado efectivos, ha permitido intervenciones oportunas que han salvado muchas vidas. Sin embargo, es importante destacar que los beneficios del diagnóstico precoz dependen en gran medida de la capacidad para ofrecer tratamientos adecuados; conocer la enfermedad es solo el primer paso. Aun con todos estos avances, hay un aspecto crucial que vale la pena subrayar y que se enmarca en la naturaleza multidimensional y compleja de los factores que influyen en la mortalidad por cáncer. Las causas de la reducción en las tasas no pueden repartirse de forma exclusiva o porcentual entre los distintos logros o intervenciones, ya que sus efectos se interrelacionan e interactúan. Por ejemplo, si bien la reducción del tabaquismo podría atribuirse a una parte considerable de la disminución, la mejora simultánea en tratamientos, diagnóstico y prevención puede hacer que la contribución conjunta sea mayor a la suma de partes.
Esto significa que hablar de que una causa explica un porcentaje del descenso no implica que las otras causas explican el resto. La realidad es más holística y refleja un entramado sistémico. Este enfoque ayuda también a valorar no solo el impacto individual de cada factor, sino la necesidad de mantenerlos y fortalecerlos en conjunto para continuar mejorando los resultados. Desde políticas públicas antitabaco, campañas de vacunación, financiación para investigación en nuevas terapias, hasta mejoras en los sistemas de salud para ofrecer acceso oportuno, todo es parte de una estrategia integrada. Por último, la disminución del cáncer pone de manifiesto la importancia de comprender la enfermedad desde múltiples dimensiones: genética, ambiental, conductual y social.
El avance en el conocimiento científico, la colaboración multidisciplinaria y la implementación de evidencias en prácticas clínicas y de salud pública han sido y seguirán siendo elementos esenciales. En suma, el descenso en la mortalidad por cáncer es una victoria compartida y resultado de un avance conjunto que va más allá del simple abandono del hábito de fumar. Implica mejoras en prevención, diagnóstico, tratamiento y manejo integral de pacientes. Conocer esta realidad permite entender mejor los mecanismos detrás de esta transformación y reconocer la importancia de continuar invirtiendo en investigación, prevención y atención para consolidar y expandir estos logros en el futuro.