El 28 de abril de 2025, a las 12:30 horas, un apagón masivo paralizó regiones enteras de España y Portugal, afectando también a pequeñas zonas del sur de Francia. Las consecuencias de la interrupción eléctrica fueron palpables de inmediato: trenes detenidos, semáforos apagados, ascensores bloqueados y sistemas de agua sin funcionamiento en los pisos superiores de los edificios. Este evento ha sido descrito como el peor escenario posible para los ingenieros eléctricos y las autoridades responsables del suministro energético. La causa oficial del apagón todavía permanece en el misterio, aunque algunos expertos apuntan a condiciones atmosféricas extremas como desencadenantes. La empresa portuguesa Red Eléctrica Nacional (REN) atribuyó el incidente a oscilaciones anómalas en las líneas de alta tensión de 400 kV debido a un fenómeno llamado “vibración atmosférica inducida”.
No obstante, España aún no ha confirmado esta versión y prefiere mantener la cautela en cuanto al origen del fallo. Para comprender el impacto y la complejidad de devolver la luz a millones de personas, es fundamental analizar el entramado de la red eléctrica de la península ibérica. España y Portugal conforman lo que se denomina una “isla energética”, ya que su capacidad de interconexión con el resto de Europa es limitada, representando solo alrededor del 6% de su consumo total, muy por debajo del objetivo del 15% establecido por la Unión Europea para 2030. Esta característica dificulta la posibilidad de importar electricidad externa para compensar fallos locales y pone mayor presión en los operadores nacionales para gestionar crisis internas. La labor de encender nuevamente una red tan afectada implica un proceso meticuloso conocido como “arranque en negro”.
Este método consiste en reiniciar la red desde cero, conectando progresivamente centrales generadoras para formar un sistema estable. El desafío es enorme, dado que la electricidad debe estar perfectamente balanceada entre oferta y demanda; una descoordinación puede provocar nuevos apagones o daños a la infraestructura. Los operadores tienen que decidir qué centrales se activan primero, cómo se distribuye la energía entre regiones y cómo se garantiza que la demanda al volver online no supere la capacidad de generación. Este trabajo se asemeja a armar un rompecabezas extremadamente complicado bajo presión y sin todas las piezas claras, ya que no se sabe exactamente dónde comenzó la falla ni cómo se propagó. Los ingenieros en campo operan casi como si ensamblaran un mueble complejo sin manual, vigilando constantemente para evitar otros cortes y asegurando que los servicios esenciales, como hospitales y servicios de emergencia, reciban energía prioritaria.
Uno de los factores complicantes es que la red ibérica está sincronizada internamente pero vulnerable a fallos en cualquiera de los dos países. Si un área falla, puede generar un efecto dominó que provoque apagones en el país vecino. Esto amplifica la necesidad de colaboración y coordinación entre ambos operadores, Red Eléctrica de España y REN, aunque cada uno depende principalmente de sus propios recursos para la recuperación inmediata. La magnitud del apagón también ha puesto a prueba la resiliencia de la sociedad y la infraestructura urbana. Ciudades como Madrid y Barcelona vivieron caos vehicular ante la falta de semáforos y paradas de trenes.
Muchas personas quedaron atrapadas en elevadores o sufrieron dificultades para acceder a agua potable debido a la interrupción en las bombas eléctricas. Los comercios que mantuvieron sus puertas abiertas optaron por aceptar únicamente pagos en efectivo, evidenciando la dependencia tecnológica que caracteriza la vida moderna. A pesar del caos, la respuesta ciudadana fue en general calmada y hasta recreativa en algunos casos, con personas disfrutando de un desconecte digital forzado para leer un libro o socializar en espacios públicos. Este fenómeno refleja cómo, en medio de la adversidad tecnológica, las comunidades pueden adaptarse y buscar normalidad bajo circunstancias inusuales. En términos históricos, los apagones de esta magnitud son infrecuentes en Europa.
El evento más comparable tuvo lugar en 2003, cuando un árbol derribó una línea entre Suiza e Italia causando un apagón de 18 horas que afectó a más de 55 millones de personas. Aquel incidente demostró cómo una pequeña falla puede escalar hasta convertirse en una crisis continental, resaltando la importancia de la infraestructura, la planificación y la coordinación internacional. Para reducir riesgos futuros, expertos recomiendan ampliar la interconexión energética con el resto de Europa, diversificar las fuentes de generación y mejorar la infraestructura de vigilancia y control. La transición hacia energías renovables y la implementación de baterías a gran escala también podrían aportar estabilidad ante variaciones bruscas en la demanda o condiciones ambientales extremas. El impacto ambiental y climático también tiene un papel clave en esta historia.
Las oscilaciones atmosféricas inusuales que se señalan como posibles desencadenantes están relacionadas con patrones climáticos que están cambiando en todo el mundo. Esto hace imprescindible que las redes eléctricas evolucionen para adaptarse a un entorno cada vez más impredecible, incorporando resiliencia y flexibilidad como pilares fundamentales. Mientras tanto, los ingenieros y operadores continúan su labor para restablecer la energía en todo el territorio afectado, conscientes de que un solo paso en falso podría prolongar la oscuridad o generar nuevos inconvenientes. La combinación de tecnología avanzada, pericia humana y colaboración internacional será esencial para superar esta crisis y garantizar que los millones de usuarios vuelvan a disfrutar de la comodidad y seguridad que ofrece la electricidad. El apagón ha recordado a Europa y al mundo la fragilidad de sus sistemas energéticos y la importancia de invertir en su modernización.
En un futuro donde la demanda energética irá en aumento y los retos climáticos serán mayores, eventos como el ocurrido en la península ibérica son una llamada a la acción para fortalecer la infraestructura, diversificar fuentes y fomentar la cooperación regional. En definitiva, restablecer la electricidad tras un apagón de esta escala es una tarea titánica, llena de desafíos técnicos, logísticos y humanos. Sin embargo, también representa una oportunidad para repensar los modelos energéticos y avanzar hacia sistemas más robustos, flexibles y sostenibles, capaces de resistir y adaptarse a las exigencias del siglo XXI.