El avance vertiginoso de la inteligencia artificial ha puesto al mundo al borde de una transformación histórica. La posibilidad de alcanzar una inteligencia artificial general (AGI) capaz de realizar cualquier tarea intelectual que un ser humano pueda llevar a cabo está más cerca que nunca. Este salto tecnológico no solo promete revolucionar la forma en que trabajamos y vivimos, sino que plantea desafíos sin precedentes para la sociedad, particularmente en cómo los seres humanos conservarán su papel y valor dentro de un sistema económico cada vez más dominado por máquinas inteligentes. Esta situación se ha conceptualizado como la "maldición de la inteligencia", un fenómeno que alerta sobre la crisis de irrelevancia humana que podría derivarse de la automatización total y la concentración del poder en manos de entidades no humanas. La acelerada carrera para alcanzar esta capacidad ha desatado una competencia global de dimensiones colosales, pues la consecución del AGI no solo representa un exorbitante salto tecnológico, sino también una oportunidad para quienes logren dominarlo de dominar la economía y el poder políticas a escala global.
Sin embargo, esta carrera precipitada hacia la automatización total del trabajo tiene implicaciones trascendentales más allá de la pérdida de empleos humanos. El riesgo central radica en que, al convertir prescindible al trabajo humano, los actores más poderosos —como grandes corporaciones y estados— pierdan cualquier incentivo para mantener una relación constructiva o incluso considerar a los ciudadanos y trabajadores como componentes esenciales de la economía. En esencia, el trabajo humano se vuelve irrelevante y la economía gira en torno a factores de producción no humanos como el capital, los recursos y el control sobre la IA. Esta dinámica conduce a la fragmentación del contrato social moderno, afectando la movilidad social, el progreso y la estabilidad política. La emergencia de maquinaria inteligente puede iniciar un proceso conocido como "reemplazo de la pirámide".
Este rostro del cambio social y organizativo implica que las estructuras corporativas tradicionales se vacían progresivamente desde la base. La congelación de contrataciones en puestos de nivel inicial se extiende a despidos masivos en grados superiores, debilitando el tejido social laboral y eliminando oportunidades para talentos humanos. La movilidad social, que históricamente ha sido un motor fundamental para el progreso y la innovación, se detiene, dejando intactas estructuras de poder y jerarquías que se vuelven rígidas e inmóviles. Este fenómeno también puede profundizar la desigualdad, dado que el acceso a la inteligencia artificial y a sus beneficios se concentra en unos pocos. El predominio del capital y la tecnología respecto a la participación humana en la producción dificulta la creación de rutas para que las personas mejoren sus circunstancias.
Los ejemplos contemporáneos pueden encontrarse en economías dependientes de recursos naturales, donde la riqueza proviene de activos estáticos y no de la contribución activa de la ciudadanía, lo que reduce el interés del Estado en invertir en su población. La maldición de la inteligencia resuena con esta dinámica, pues la riqueza y el poder se acumulan y se congelan en estructuras que no necesitan ni valoran el capital humano, lo que podría resultar en la marginación o desposesión del ciudadano común. Sin embargo, a pesar de la gravedad del panorama, no es un futuro inevitable. Frente a la crisis de la irrelevancia humana, se abre una ventana para actuar con intención y diseñar un sistema que preserve la relevancia económica y social de las personas. La clave está en transformar el impulso tecnológico más allá de la simple automatización y en orientar la inteligencia artificial para que complemente y amplifique las capacidades humanas en lugar de sustituirlas.
Para lograrlo, es necesario replantear las tecnologías y las instituciones democráticas simultáneamente, preparando a ambas para enfrentar la disrupción causada por la transición a la era de la inteligencia artificial. Este enfoque conlleva desarrollar tecnologías que prevengan catástrofes relacionadas con la IA, implementando rescates y medidas de seguridad que eviten la centralización excesiva del poder y detengan una carrera armamentística tecnológica que pueda ser peligrosa no solo para la economía sino para la supervivencia misma. Además, difundir la IA para que esté en manos de las personas comunes, de modo que no solo una élite restringida tenga acceso a sus beneficios es fundamental. En un horizonte a corto plazo, esto implica crear sistemas de IA que aumenten la capacidad humana y, en una visión a largo plazo, alinear estas inteligencias a los usuarios individuales, dándoles control y participación equitativa en la economía inteligente emergente. La democratización de las instituciones políticas y económicas aparece como otro pilar imprescindible para romper la maldición de la inteligencia.
Hacer que estas entidades respondan auténticamente a las necesidades humanas permitirá que las sociedades sean resilientes frente a cambios rápidos y drásticos, mitigando el riesgo de que aumenten las desigualdades o que caigan en manos de actores centralizados que perpetúen la exclusión social. En suma, la crisis de la irrelevancia humana a la que nos enfrentamos en la era inminente de la inteligencia no es una predicción fatalista, sino un llamado a la acción colectiva para quienes entienden que el control del futuro está en manos del presente. La tecnología, por sí sola, no decidirá nuestro destino; corresponde a la sociedad en diálogo con sus instituciones, sus líderes y sus ciudadanos construir un futuro en donde la inteligencia artificial potencie a la humanidad en vez de desplazarla. El desafío es enorme, pero también es una oportunidad sin precedentes para revalorizar qué significa ser humano, qué papel queremos ocupamos en la economía y qué tipo de sociedad estamos dispuestos a construir. El momento para actuar es ahora, y el trazado de ese camino depende del compromiso y la visión de cada individuo.
La maldición de la inteligencia puede convertirse en la bendición de una nueva era, si tenemos la determinación suficiente para diseñar y defender un mundo donde la tecnología sirva a las personas y no las reemplace.