En un mundo cada vez más dependiente de la tecnología y la digitalización, la pandemia de COVID-19 ha puesto en evidencia las debilidades y fortalezas de nuestros sistemas, tanto económicos como tecnológicos. La crisis global que comenzó a tomar fuerza a inicios de 2020 planteó un cuestionamiento fundamental: ¿la búsqueda obsesiva por la eficiencia ha compromdido la resiliencia necesaria para enfrentar situaciones disruptivas? La dicotomía entre eficiencia y resiliencia es un tema que late con fuerza en el corazón de diversas disciplinas, incluyendo la computación, la economía y la ingeniería. Comprender esta tensión es clave para construir sistemas que no solo funcionen de forma óptima en condiciones ideales, sino que también puedan adaptarse y sobrevivir ante adversidades. La eficiencia ha sido durante décadas el motor de la innovación en la computación. La reducción del tiempo de procesamiento, el menor consumo de recursos y la optimización de algoritmos han impulsado avances vertiginosos que permitieron el desarrollo de sistemas cada vez más rápidos y poderosos.
Sin embargo, esta optimización extrema tiende a hacer que los sistemas sean rígidos, con poca capacidad para tolerar fallos inesperados o ataques maliciosos. Este exceso de confianza en la eficiencia ha mostrado sus límites cuando eventos repentinos, como la pandemia, alteran profundamente las condiciones operativas. El economista William A. Galston encapsuló esta problemática en una reflexión surgida durante la crisis del COVID-19, sugiriendo que el énfasis implacable en la eficiencia, especialmente en la globalización y las cadenas de suministro, ha hecho a la economía mundial vulnerable a choques inesperados. Mientras la eficiencia implica una adaptación óptima a un entorno estable, la resiliencia requiere la capacidad de adaptarse a cambios abruptos y disruptivos.
Así, un sistema eficiente puede funcionar perfectamente bajo condiciones normales, pero fracasar al enfrentarse a escenarios imprevistos donde se requiere flexibilidad y fortaleza. Este dilema no es exclusivo del ámbito económico. En la ciencia de la computación, la tradición predominante ha sido evaluar y diseñar algoritmos basados exclusivamente en la eficiencia computacional. La velocidad y la minimización del uso de recursos son consideradas las métricas predominantes para juzgar la calidad de un algoritmo. Sin embargo, este enfoque deja de lado la capacidad de los algoritmos para manejar fallas, errores o ataques adversariales, aspectos esenciales en un mundo cada vez más interconectado y sujeto a amenazas constantes.
Un ejemplo paradigmático de la necesidad de resiliencia se encuentra en los algoritmos de ranking de resultados de búsqueda. El algoritmo original de Google, PageRank, que se basaba en la cantidad y calidad de enlaces para determinar la relevancia de una página, resultó ser vulnerable a manipulaciones malintencionadas conocidas como “optimización para motores de búsqueda” o SEO manipulativo. Esto generó la necesidad de desarrollar algoritmos más resilientes frente a manipulaciones, demostrando que la eficiencia en la clasificación no es suficiente sin mecanismos que garanticen integridad y resistencia ante ataques. Motivado por esta problemática, el campo de la computación ha comenzado a abogar por una disciplina emergente: el desarrollo de algoritmos resilientes. Estos no solo consideran el rendimiento en condiciones ideales, sino que también incorporan la capacidad de adaptación, tolerancia a fallos, seguridad y robustez ante datos maliciosos y situaciones cambiantes.
Una analogía propuesta en estudios previos es comparar la eficiencia con un ballet perfectamente coreografiado que funciona bien cuando todo está perfectamente sincronizado, mientras que la resiliencia es más como la capacidad de improvisar cuando la música cambia inesperadamente. Más allá de la computación, la resiliencia también invita a repensar modelos empresariales y sociales. La pandemia obligó a muchos a reducir viajes, modificar hábitos de consumo y adaptar la manera de trabajar y socializar, lo que generó una desaceleración económica global. Empresas que dependían exclusivamente de cadenas de suministro optimizadas al máximo para reducir costos se vieron severamente afectadas. En contraste, aquellas que invirtieron en reservas, diversificación y flexibilidad pudieron afrontar mejor la crisis.
Por lo tanto, la resiliencia en la gestión empresarial implica pensar anticipadamente en los riesgos y establecer contramedidas efectivas para proteger el negocio ante escenarios adversos. En la naturaleza, el concepto de resiliencia está ejemplificado en la reproducción sexual. Pese a que algoritmos computacionales como el “Recocido Simulado” (Simulated Annealing) pueden encontrar soluciones óptimas con mayor rapidez, la reproducción sexual ha prevalecido porque provee ventajas adaptativas. Este mecanismo favorece la diversidad genética y la capacidad de las especies para ajustarse a cambios ambientales inesperados, otorgando resiliencia frente a crisis ecológicas. De manera similar, los sistemas tecnológicos y sociales se beneficiarían al diseñar estructuras que valoren la diversidad y la capacidad de adaptación más que la máxima eficiencia bajo condiciones ideales.
El equilibrio entre eficiencia y resiliencia no es sencillo. La eficiencia ha permitido la creación de un internet veloz, una comunicación prácticamente instantánea y un acceso a la información sin precedentes. Sin embargo, el costo ha sido una reducción en la capacidad para enfrentar ataques de desinformación, brechas de seguridad y la proliferación de contenido polarizador, hechos que han generado consecuencias sociales negativas como los “filtros burbuja” y la propagación de noticias falsas. Esto evidencia que un sistema eficiente pero no resiliente puede convertirse en un terreno fértil para problemas mayores. Por tanto, la crisis del COVID-19 se presenta también como una oportunidad para que la comunidad tecnológica y empresarial adopte una filosofía más balanceada.
En lugar de priorizar exclusivamente el aumento de la eficiencia, es imprescindible crear sistemas con capacidad para anticipar problemas, absorber impactos y adaptarse a ellos. Esto implica innovar a nivel algorítmico, incluyendo prácticas de seguridad, tolerancia a fallos y aprendizaje adaptativo. También significa fomentar prácticas empresariales y políticas públicas que valoren la preparación y la flexibilidad en lugar de la reducción absoluta de costos. En conclusión, la pandemia ha enseñado que la eficiencia y la resiliencia no son mutuamente excluyentes, sino complementarias. La construcción del futuro digital, económico y social debe sustentarse en sistemas y modelos que encuentren el equilibrio justo entre ambos conceptos.
La eficiencia es vital para aprovechar los recursos y alcanzar altos niveles de rendimiento, pero solo la resiliencia garantiza la sostenibilidad y la capacidad de recuperación frente a los desafíos imprevistos. La invitación está clara: repensar paradigmas y promover una cultura que valore la robustez y la adaptabilidad como pilares para el progreso.