En el ámbito científico y empresarial, existe una máxima que insiste en que ningún modelo es completamente correcto, pero algunos pueden ser increíblemente útiles. Esta paradoja se refleja en innumerables ejemplos donde teorías y marcos conceptuales, a pesar de sus imperfecciones o complejidades, brindan una comprensión valiosa y predicciones acertadas sobre fenómenos complejos. La tendencia a privilegiar modelos “bonitos” o estéticamente agradables puede llevar a una comprensión superficial, mientras que aquellos que resultan complejos, desordenados o incluso “feos” a simple vista suelen capturar mejor la realidad dinámica y multifacética que tratan de representar. Para ilustrar este punto, es ilustrativo mirar atrás hasta las antiguas civilizaciones, que aunque tenían modelos cosmológicos erróneos desde el punto de vista moderno, demostraban una capacidad sorprendente para predecir eventos astronómicos con precisión. Los mayas, por ejemplo, concebían el universo con la Tierra en el centro, rodeada de múltiples niveles del cielo y del inframundo, y atribuían los eclipses a seres espirituales que devoraban momentáneamente el sol o la luna.
A pesar de que esta explicación no se sostiene científicamente en la actualidad, sus sacerdotes calcularon con gran exactitud la periodicidad de los eclipses y otros fenómenos celestes durante siglos. Este modelo, aunque conceptualmente erróneo, resultaba extremadamente útil en la práctica. Un contraste fascinante se observa en la física moderna, donde teorías como la Mecánica Cuántica desafían la intuición y la lógica clásica. Richard Feynman, reconocido físico ganador del Nobel, comentó en varias ocasiones que nadie realmente entiende la Mecánica Cuántica, subrayando lo contraintuitivo que puede llegar a ser este modelo para explicar la conducta de partículas subatómicas. A pesar de ello, sus predicciones han sido confirmadas reiteradamente en experimentos de laboratorio, consolidándola como una herramienta fundamental dentro de la ciencia.
Este modelo no intenta ser “bonito” ni fácil de comprender en términos cotidianos, pero es increíblemente eficaz para describir y predecir comportamientos en un nivel fundamental. La historia no se detiene en la ciencia. En el mundo empresarial, la complejidad de las organizaciones, los mercados y los comportamientos humanos dificulta la creación de modelos simples y simétricos que expliquen todos los matices involucrados. Muchas teorías y frameworks de gestión, estrategia o economía tienden a lucir atractivos en presentaciones y documentos, con diagramas ordenados y esquemas simétricos que prometen una explicación clara y universal. Sin embargo, la realidad es mucho más desordenada, impredecible y asimétrica.
Un ejemplo claro es cómo algunos modelos intentan categorizar la personalidad humana en esquemas rígidos y homogéneos, como ocurre con ciertos tests de personalidad que dividen a las personas en cuatro o cinco categorías con subcategorías exactas. La experiencia y la complejidad de los individuos muestran que los comportamientos y emociones no se ajustan a patrones tan ordenados. Modelos más útiles, aunque menos “bonitos”, capturan estas irregularidades y presentan categorías con diferentes niveles de detalle y con ciertas ambigüedades que reflejan mejor la naturaleza humana. De hecho, sistemas como la rueda de emociones de Robert Plutchik buscan un equilibrio entre simplificación y realidad, ofreciendo herramientas útiles sin pretender ser un retrato perfecto o estéticamente limpio del sentir humano. En la misma línea, cuando se analizan estrategias o estructuras organizacionales, los modelos que mejor reflejan la realidad suelen ser aquellos que reconocen la complejidad de las interacciones entre mercados, tecnologías, competidores, empleados y tendencias globales.
Los diagramas que parecen desordenados o irracionales, aquellos que no encajan en cuadrículas perfectas o listas simétricas, suelen ser más poderosos porque reflejan cómo los elementos se afectan entre sí de manera dinámica e impredecible. Esta idea se puede extrapolar a muchos campos donde la búsqueda de un modelo “bonito” puede ser un obstáculo para progresar. La perfección estética puede sacrificar la profundidad, la flexibilidad y la capacidad de adaptación frente a un mundo que es inherentemente complejo y caótico. Por eso, los profesionales que trabajan con modelos conceptuales en empresas, mercados o ciencia prefieren utilizar los que, aunque poco elegantes, aportan una mirada honesta sobre el fenómeno y pueden guiar decisiones en entornos desconocidos o cambiantes. Otro aspecto a considerar es cómo se juzga el valor de un modelo.
Muchos frameworks publicados en libros o utilizados en consultorías tienen más vocación de marketing y presentación que de reflejar la realidad. Son útiles para vender ideas o generar discusiones, pero no necesariamente para tomar decisiones prácticas. En contraste, aquellos modelos que digieren la complejidad y admiten excepciones, anomalías y elementos imprevisibles, aunque sean “feos” o difíciles de explicar en un discurso simplificado, tienen un valor mucho más alto. La reflexión de Richard Feynman, plasmada en su famoso pizarrón junto a frases que expresan que “lo que no puedo crear, no lo entiendo” recuerda que el entendimiento profundo requiere no sólo representar la realidad, sino poder interactuar con ella, experimentarla y manipularla. Esta actitud de honestidad intelectual, que acepta la imperfección y la dificultad, resulta clave para construir modelos útiles que enfrenten los retos de un mundo cada vez más interconectado y cambiante.
En resumen, la búsqueda de modelos hermosos y sencillos es tentadora porque facilitan la comunicación y el entendimiento visual, pero este anhelo puede ser contraproducente cuando supedita la utilidad y precisión a la estética. Es mejor abrazar los modelos que son intrínsecamente complejos, asimétricos y desafiantes, porque solo ellos permiten capturar la esencia dinámica y multifacética de los fenómenos que buscamos entender, predecir y aprovechar, tanto en la ciencia como en los negocios. Por ello, los profesionales que lideran estratégicas, innovaciones o investigaciones deben poner en valor los modelos “feos”, pero genuinamente útiles, y desconfiar de los marcos que solo buscan ser bonitos en diapositivas y folletos. Conforme avanzamos en la comprensión de sistemas cada vez más complejos, esta perspectiva se vuelve más importante. La inteligencia, la innovación y el éxito dependen de la habilidad para diseñar, interpretar y aplicar modelos que pierden la pulcritud visual pero ganan en capacidad predictiva, explicativa y práctica.
En definitiva, abrazar la fealdad útil en nuestros modelos es aceptar la realidad en toda su complejidad y lograr resultados que realmente importan.