En un giro importante para la regulación de la energía nuclear en Estados Unidos, la administración del expresidente Donald Trump ha instaurado nuevas políticas que incrementan significativamente el control sobre la Comisión Reguladora Nuclear (NRC, por sus siglas en inglés), la agencia encargada de supervisar la seguridad de los reactores nucleares y las exposiciones a radiación en el país. Esta medida representa una ruptura histórica con la tradición de independencia que ha caracterizado a esta entidad, obligándola a someter sus reglas y regulaciones al escrutinio directo de la Casa Blanca, lo cual ha generado un debate intenso sobre las posibles consecuencias para la seguridad pública y la industria nuclear. Fundada en 1974 tras la creciente preocupación ciudadana por la radiación y siguiendo incidentes como el accidente en Three Mile Island en 1979, la NRC se ha mantenido hasta ahora como una de las agencias más autónomas del gobierno estadounidense. Su papel ha sido fundamental para garantizar que los reactores funcionen bajo estrictas normas de seguridad, contemplando rigurosas evaluaciones científicas y la supervisión constante de sus operaciones a través de inspectores que monitorean las instalaciones nucleares en situ. Sin embargo, con las recientes órdenes ejecutivas firmadas durante la administración Trump, este modelo de supervisión directa se ve amenazado en su esencia.
Uno de los cambios más notables es la exigencia de que las nuevas reglas de seguridad nuclear sean enviadas previamente a la Casa Blanca. Allí, la oficina de gestión y presupuesto (OMB) tiene la potestad de revisar, modificar e incluso retrasar la promulgación de estas regulaciones por un período de hasta 90 días antes de que regresen a la Comisión para su implementación definitiva. Este proceso difiere radicalmente de la práctica histórica en la que las decisiones eran tomadas y registrados públicamente por los cinco comisionados de la NRC, quienes representan un equilibrio bipartidista. De ahora en adelante, las votaciones se llevarán a cabo en sesiones cerradas, y la influencia política y administrativa desde la Oficina Ejecutiva podría interferir en las decisiones técnicas y de seguridad sin un nivel de transparencia adecuado. Esta nueva política se enmarca dentro de una visión más amplia de la administración Trump que cuestiona la existencia y funcionamiento de las agencias independientes dentro del poder ejecutivo.
Russell Vought, director de la Oficina de Gestión y Presupuesto, ha expresado en múltiples ocasiones que la idea de agencias verdaderamente independientes es inexistente y que todas deben rendir cuentas directamente al presidente, poniendo en entredicho décadas de práctica administrativa. Esta perspectiva ha sido plasmada en una orden ejecutiva de febrero que busca limitar el poder y autonomía de diversas agencias, entre ellas la NRC. En paralelo a estos cambios administrativos, existe un borrador de orden ejecutiva aún en estado predecisional que propone una reformulación significativa del funcionamiento y estructura interna de la NRC. Entre las medidas contempladas figura la reducción del personal, una profundización en la revisión y actualización de las regulaciones existentes, y un enfoque más acelerado en la aprobación de nuevos diseños de reactores nucleares. Además, esta orden indica la posible revisión y eliminación del estándar de seguridad conocido como Linear No Threshold (LNT), que asume que cualquier nivel de exposición a radiación conlleva algún grado de riesgo, hasta el más mínimo.
La propuesta de flexibilizar estos límites ha generado preocupación entre científicos y expertos en seguridad, quienes señalan que reducir las restricciones podría poner en riesgo la salud pública. La comunidad de expertos y académicos ha manifestado un claro escepticismo y preocupación sobre estas iniciativas. Allison Macfarlane, exdirectora de la NRC y reconocida científica en políticas públicas de seguridad nuclear, advierte que quitar la independencia a la agencia podría dejar la puerta abierta para influencias políticas y de industrias con intereses particulares, elevando el riesgo de accidentes nucleares. Esta opinión coincide con la postura de organizaciones como la Unión de Científicos Preocupados, que temen que las intervenciones políticas en decisiones técnicas complejas generen confusión, falta de claridad y, en última instancia, disminuyan los estándares de seguridad actualmente vigentes. Al mismo tiempo, hay voces que defienden la necesidad de acelerar los procesos regulatorios y modernizar los estándares, especialmente ante la aparición de nuevas tecnologías como los pequeños reactores modulares y la innovación en combustibles avanzados.
Ted Nordhaus, director ejecutivo de un instituto que promueve la energía nuclear como solución climática, considera que la revisión de las normas de radiación —incluyendo la idea de establecer un nivel mínimo seguro más claro— podría ser beneficiosa para facilitar el desarrollo de la industria, siempre y cuando se mantenga un compromiso genuino con la protección del público. Sin embargo, la polémica crece cuando se analiza la propuesta de reducción del tamaño del personal de la NRC. Reducir el número de inspectores y expertos técnicos podría limitar la capacidad de la agencia para evaluar con rigor los nuevos proyectos y garantizar la seguridad de las instalaciones existentes. La pérdida de trabajadores especializados resulta contraproducente para la intención declarada de agilizar las aprobaciones y mantener los estándares de seguridad. Otro punto crucial es la cuestión de la transparencia.
Anteriormente, las decisiones de la NRC, incluidas las votaciones y sus fundamentaciones, eran públicas, lo que permitía un escrutinio ciudadano y profesional que aseguraba responsabilidad. Los cambios actuales trasladan una gran parte del proceso a sesiones cerradas y revisiones no públicas, dificultando saber si y cómo el gobierno central ha alterado las reglas o decisiones. Esto podría erosionar la confianza pública en la gestión de la energía nuclear y aumentar la percepción de riesgo y descontrol. En cuanto a la industria nuclear, las decisiones recientes podrían ser vistas como un intento de favorecer el crecimiento y la innovación, permitiendo que proyectos que de otra forma enfrentarían largos obstáculos regulatorios se aceleren. La administración Trump se ha mostrado favorable a impulsar esta fuente de energía bajo la consigna de fortalecer la independencia energética y diversificar el mix energético, al mismo tiempo que reduce la dependencia de combustibles fósiles.
Sin embargo, estos beneficios potenciales deben equilibrarse cuidadosamente con los requerimientos de seguridad y las posibles consecuencias ambientales y sociales. La planta nuclear de Three Mile Island, que sufrió un incidente parcial en 1979, se convierte en un símbolo latente de este debate. Uno de sus reactores estuvo operativo durante décadas tras ese accidente, y ahora la NRC está considerando aprobar su reinicio para fines de la década de 2020. La manera en que se regulen estas operaciones y los estándares que se establezcan serán fundamentales para garantizar que ninguna falla se repita y que la seguridad sea prioridad absoluta. En resumen, la redefinición del papel del NRC bajo la administración Trump marca un cambio paradigmático en la regulación de la energía nuclear en Estados Unidos.
Al reforzar el control directo desde la Casa Blanca, maniobrar en la estructura interna y flexibilizar estándares técnicos, se abren múltiples interrogantes sobre la protección del público, la independencia científica, la transparencia institucional y el futuro de la energía nuclear. Mientras algunos ven en estos movimientos una oportunidad para modernizar y dinamizar el sector, otros advierten que esta pérdida de autonomía podría traducirse en mayores riesgos y una menor confianza social. El balance entre innovación tecnológica y seguridad pública es delicado, y la forma en que se administre hoy la regulación nuclear tendrá impactos duraderos en la política energética, el ambiente y la seguridad nacional. Por lo tanto, es fundamental que el debate continúe abierto, sustentado en evidencia científica rigurosa y con amplia participación de todos los actores involucrados para asegurar un futuro energético sostenible y seguro para las próximas generaciones.