La tecnología ha avanzado de manera vertiginosa y hoy en día el concepto de hogares y dispositivos inteligentes parece sacado de una película de ciencia ficción. Imaginamos autos que se comunican con nosotros para evitar que se pierdan, hogares que regulan la temperatura de manera eficiente, puertas que se abren automáticamente al detectarnos, y teléfonos que coordinan nuestra agenda para hacer la vida más sencilla. Sin embargo, la realidad detrás de estas innovaciones es mucho más compleja y, a menudo, problemática. La propiedad sobre estos dispositivos ha cambiado sutil pero profundamente, dejando en manos de grandes corporaciones el control sobre aquello que muchos creen que poseen plenamente. La ilusión de propiedad ha sido reemplazada por un modelo donde el hardware funciona solo si se paga una suscripción o se está vinculado a un servidor activo, una dependencia que afecta a millones de usuarios alrededor del mundo.
En este contexto, entender cómo y por qué estos dispositivos ya no nos pertenecen es fundamental para recuperar el control y protegernos de las consecuencias invisibles de la era digital. Cuando adquirimos un dispositivo inteligente, como un termostato o una bombilla conectada, tradicionalmente pensábamos que con la compra el aparato era nuestro, y que podríamos manipularlo, repararlo o utilizarlo libremente. No obstante, muchas de estas tecnologías están diseñadas para funcionar en ecosistemas cerrados donde una suscripción es indispensable para acceder a funciones básicas, o incluso para que el dispositivo simplemente encienda o responda. Un claro ejemplo de esta realidad son algunos vehículos modernos que cuentan con características disponibles únicamente mediante pagos mensuales, aunque el hardware esté físicamente instalado y completamente operativo. Esta práctica ha generado lo que se denomina como la “trampa de las suscripciones”, donde el consumidor pasa de adquirir un producto a alquilar funcionalidades, perdiendo así el sentir de propiedad genuina.
El control corporativo sobre los dispositivos va más allá del modelo financiero; muchas empresas poseen la capacidad para desactivar remotamente funciones o incluso inutilizar por completo los aparatos. Esta vulnerabilidad queda exponencialmente marcada cuando hablamos de actualizaciones de software que, en lugar de mejorar la experiencia del usuario, limitan o bloquean características para incentivar la compra de productos nuevos o paquetes adicionales. Casos emblemáticos han llegado a la opinión pública donde fabricantes deciden poner fin al soporte de servidores que permiten la interacción con el dispositivo, dejando a los usuarios con gadgets inutilizables, que técnicamente no eran “pirateados” ni dañados, simplemente han perdido el respaldo digital esencial para funcionar. Esta forma de “obsolescencia programada digital” redefine el concepto de propiedad, ya que lo que antes era un objeto tangible y controlable ahora depende de políticas y decisiones corporativas. Además de las restricciones técnicas, los dispositivos inteligentes introducen preocupaciones profundas sobre la privacidad y el manejo de datos personales.
En un ecosistema donde la vigilancia se ha convertido en moneda corriente, los gadgets conectados recopilan información constantemente: desde patrones de consumo y hábitos en el hogar hasta detalles intrusivos como grabaciones de audio y video. Estas prácticas se ejecutan generalmente sin que los usuarios tengan control real sobre la cantidad o el tipo de datos recolectados. Aunque la recopilación de información se justifica muchas veces para mejorar el servicio, la realidad es que gran parte de esta información se utiliza con fines publicitarios o es compartida con terceros, incluso entidades policiales en algunos casos, sin una orden judicial previa, lo que representa una erosión significativa en la privacidad individual. Otro factor que limita la autonomía sobre nuestros dispositivos es el llamado derecho a la reparación, un tema con creciente importancia en la industria tecnológica. Aunque poseemos los dispositivos, en muchos casos no podemos acceder a los repuestos, herramientas ni manuales necesarios para repararlos o modificarlos.
Algunas empresas necesitan que los usuarios dependan exclusivamente de sus servicios oficiales, los cuales suelen ser costosos y restrictivos. Esta situación impide que, ante un fallo, la solución pase por un acto sencillo como cambiar una pieza o realizar un ajuste, y obliga a desechar o reemplazar aparatos perfectamente funcionales excepto por pequeños detalles. La dependencia de servicios técnicos autorizados no solo impacta la economía del usuario, sino que también fomenta el aumento de residuos electrónicos, un problema ambiental global. La seguridad también es otra dimensión crítica dentro de esta problemática. La conectividad constante de los dispositivos IoT los convierte en un objetivo potencial para ataques cibernéticos.
La falta de estándares robustos y la implementación deficiente de medidas de seguridad permiten que hackers accedan a las redes domésticas a través de estos aparatos, poniendo en riesgo no solo la información personal sino también la integridad física del entorno. Sumado a esto, la imposibilidad de controlar íntegramente la programación del dispositivo y de actualizarlo de forma autónoma genera una persistente vulnerabilidad para los usuarios. La concepción del IoT como una puerta abierta tanto para beneficios como para amenazas es una alerta que debería impulsar una reflexión más profunda sobre el diseño y regulación de estas tecnologías. Pese a todas estas dificultades, existen iniciativas que buscan devolver cierto poder a los usuarios. Proyectos de hardware abierto y software libre se posicionan como alternativas donde la transparencia, el control y la personalización son prioritarios frente a modelos corporativos cerrados.
Asimismo, movimientos sociales y legislativos empujan para que se reconozcan derechos como el acceso a la reparación y la protección de la privacidad. No obstante, el camino para que estas opciones se conviertan en la norma todavía enfrenta grandes retos en términos de adopción masiva y presión sobre las grandes empresas. La demanda creciente por comodidad y conectividad ha propiciado que, sin darse cuenta, el consumidor ceda derechos valiosos que trascienden la simple posesión de un aparato. La interconexión digital y los servicios asociados condicionan la experiencia tecnológica a acuerdos implícitos pero desventajosos. A medida que esta dinámica continúa, resulta imprescindible fomentar una conciencia crítica sobre el valor real de los dispositivos inteligentes y el significado de la propiedad en la era digital.