La industria de la inteligencia artificial está atravesando un momento de auge sin precedentes. La promesa de transformar sectores enteros, desde la salud hasta la educación y la economía, ha colocado a esta tecnología en el centro del debate global. Sin embargo, detrás de la euforia y el brillo de los desarrollos más recientes, se esconde un fenómeno preocupante que podría comprometer el futuro mismo de la innovación tecnológica: la mala praxis en la industria de la inteligencia artificial. Esta no es una mala praxis cualquiera, sino una que se manifiesta en la creación, difusión y aceptación de una falsa autoridad que distorsiona el conocimiento y erosiona el verdadero entendimiento de esta disciplina compleja. Lo que estamos presenciando no es simplemente un salto hacia adelante en la tecnología; es una crisis en la forma en que se comunica, aprende y se practica la inteligencia artificial.
La mala praxis, en términos tradicionales, se define como una negligencia profesional que causa daño. En el ámbito médico, si un doctor opera sin la preparación adecuada, las consecuencias suelen ser visibles e inmediatas. Sin embargo, en la industria de la IA, el daño es mucho más sutil y difícil de detectar. No se mide en errores quirúrgicos, sino en la desinformación que se propaga, en el estancamiento de la calidad del conocimiento, y en la pérdida gradual de la capacidad crítica de usuarios, aprendices y profesionales. Estamos ante un escenario donde cualquiera puede proclamarse experto, sin la formación ni experiencia que esto requiere.
La facilidad para adquirir certificaciones en línea, la creación de cursos rápidos que prometen convertir a cualquiera en especialista en pocos días y el auge de la cultura influencer en plataformas digitales han creado un caldo de cultivo ideal para la difusión de conceptos erróneos y simplificaciones peligrosas. Este fenómeno es comparable con confiar en un médico cuya única preparación fue un vídeo de YouTube o en un entrenador físico certificado tras un curso exprés de fin de semana. En el terreno tecnológico, las consecuencias no son menores. Los llamados “expertos” venden proyectos inmaduros o mal fundamentados, impulsan el ruido en redes sociales y plataformas profesionales, y fomentan una cultura de marketing por encima de la sustancia técnica. Tal fenómeno genera una cadena de ignorancia en la que quienes reciben esa educación superficial repiten conceptos errados, construyen soluciones incompletas o ineficaces y colaboran en la creación de una burbuja de falsas certezas.
Esta dinámica impacta de forma directa en la calidad de la innovación y la confianza general en la inteligencia artificial. La habilidad para discernir entre un avance genuino y una moda pasajera se diluye, mientras que la tentación por adoptar atajos crece. La simplificación excesiva es la moneda corriente y la profundidad del conocimiento queda relegada a un segundo plano. La mala praxis no solo desacelera el progreso, sino que transforma la forma en que pensamos y aprendemos. En vez de fomentar la curiosidad y el análisis riguroso, se promueven soluciones rápidas y superficiales que no resuelven realmente los problemas complejos que la IA intenta abordar.
El resultado es una comunidad técnica y educativa que confunde el ruido mediático con la maestría real, que toma herramientas sin comprender su funcionamiento profundo, y que se siente cómoda con respuestas fáciles en lugar de desafíos intelectuales legítimos. Este entorno se perfecciona gracias a un modelo de negocio que premia la viralidad, la generación de leads y la creación de cursos o productos que prometen expertise instantáneo. El miedo a perderse de algo —conocido como FOMO— impulsa a muchos a consumir y compartir este tipo de contenidos sin detenerse a cuestionar su validez. Como consecuencia, el mercado acaba saturado de información contaminada por la superficialidad y las medias verdades. La pregunta crucial que muy pocos se hacen es si todo ese ruido representa un verdadero avance o si simplemente es un espejismo construído para captar atención y dinero.
Frente a este panorama, reconocer la mala praxis en la inteligencia artificial y enfrentarla es un imperativo para proteger tanto el desarrollo tecnológico como la integridad intelectual de quienes participan en este ecosistema. Protegerse implica comenzar por desarrollar una actitud crítica frente a las fuentes y los contenidos. No todo lo que se dice ni se publica sobre IA tiene respaldo científico o experiencia real detrás. Buscar vínculos con trabajos concretos, estudios reconocidos, código abierto verificable o casos de uso reales puede marcar la diferencia entre aceptar una afirmación válida o sumarse a la propagación de ruido. Además, es fundamental aprender a identificar la diferencia entre conocimiento y marketing.
Aquellos profesionales más respetados suelen ser los que ofrecen análisis profundos y detallados, publicaciones en foros académicos y experiencia tangible. En cambio, las figuras que se limitan a la retórica superficial, las frases hechas y la búsqueda de seguidores suelen esconder un vacío de comprensión detrás. Expresar dudas e incluso lo que se podrían considerar “preguntas tontas” es otra herramienta valiosa para separar a verdaderos expertos de vendedores de humo. Los profesionales auténticos valoran la curiosidad y el rigor, y no esquivan interrogantes legítimas. Aceptar que la inteligencia artificial es un campo donde la dificultad es inherente también es clave.
Los avances vienen de años de trabajo en matemáticas, estadística, ingeniería de software y sistemas complejos. Quienes hacen parecer que está al alcance inmediato de cualquiera suelen tener intenciones comerciales poco claras. Entender que esta tecnología requiere esfuerzo y estudio serio es el primer paso para no caer en trampas y falsas expectativas. Desarrollar hábitos de investigación y validación antes de consumir información es imprescindible. Dedicar tiempo a conocer las trayectorias de autores, buscar evidencia concreta y evaluar críticamente cada propuesta forma parte de construir un ecosistema más sano y maduro.
No se puede caer en la trampa de juzgar la experiencia por el número de seguidores, sino por el impacto real y la calidad del trabajo realizado. Esta reflexión sobre la mala praxis en IA no es solo una cuestión técnica o profesional, sino también ética y social. La forma en que permitimos que se construya y difunda el conocimiento ahora tendrá un efecto profundo en las generaciones futuras. Si aceptamos aceleradamente atajos y discursos vacíos, estaremos moldeando un mundo donde el pensamiento crítico pierde lugar frente al sensacionalismo y las modas. La pérdida de rigor y la exaltación del facilismo pueden generar una sociedad tecnológicamente dependiente y cognitivamente empobrecida.
La respuesta colectiva debe ser clara y contundente: la inteligencia artificial sólo puede servir para impulsar el progreso si fomentamos la responsabilidad, la transparencia y la honestidad intelectual en cada paso del camino. Los verdaderos expertos, instituciones y empresas deben asumir su rol en educar con rigor y desmentir la desinformación. Los usuarios y aprendices deben cultivar hábitos críticos y buscar siempre la profundidad antes de aceptar cualquier conocimiento como verdadero. Así, el futuro de la IA no estará marcado por la mala praxis ni la falsa autoridad, sino por la innovación genuina y el respeto al conocimiento. La posibilidad de que esta tecnología transforme vidas no será una ilusión más, sino una realidad construida sobre bases sólidas, transparencia y ética.
La era dorada de la inteligencia artificial dependerá no sólo de sus avances técnicos, sino también de nuestra capacidad colectiva para preservar la integridad del saber y la calidad del pensamiento humano.