El Ferrocarril del Vaticano es una singular y curiosa joya dentro del mundo del transporte ferroviario internacional. Ubicado en el corazón de Roma, este sistema ferroviario es reconocido como la red nacional más corta del mundo, con un recorrido que apenas alcanza los pocos metros dentro del territorio vaticano. A pesar de su tamaño minúsculo, su relevancia histórica, cultural y simbólica es considerable, convirtiéndose en un punto de interés que combina la antigüedad del ferrocarril con la singularidad de una nación con estado soberano tan especial como es el Vaticano. La idea de un ferrocarril ligado al Vaticano tiene sus raíces en un contexto histórico y político que se remonta a los primeros años del siglo XX. Antes de la construcción de la línea, el territorio de lo que hoy es la Ciudad del Vaticano no contaba con un enlace ferroviario directo a las vías italianas.
El tratado que permitió esta conexión fue el Tratado de Letrán de 1929, un acuerdo histórico que estableció las bases para la independencia y soberanía de la Ciudad del Vaticano y reguló también aspectos como esta infraestructura ferroviaria. Fue durante el pontificado de Pío XI, un papa con visión moderna y progresista, cuando se llevaron a cabo las obras para construir la línea y la estación dentro del Vaticano. La construcción comenzó en 1929, justo después del tratado, y culminó en 1934 con la inauguración oficial de la estación y la apertura del ferrocarril, que consta aproximadamente de 680 metros de vía. Aunque se considera principalmente una línea ferroviaria nacional del Vaticano, esta se conecta directamente con el sistema ferroviario italiano a través de un viaducto que finaliza en la estación Roma San Pietro, ubicada en las cercanías de la Ciudad del Vaticano. El diseño del ferrocarril respetó las particularidades del enclave Vaticano, desde la arquitectura sobria de la estación —adornada con mármol blanco y sin grandes alardes— hasta la instalación de una enorme puerta de hierro que separa físicamente las vías dentro del territorio vaticano de las vías en territorio italiano.
Esta puerta, que pesa más de 35 toneladas, se desplaza para permitir el paso de los trenes y se mantiene cerrada cuando no hay tráfico. La estación fue diseñada por el arquitecto Giuseppe Momo, famoso también por haber creado la emblemática escalera de caracol en los Museos Vaticanos. A lo largo de su historia, el ferrocarril del Vaticano ha tenido un uso muy particular, distinto al habitual para las vías ferroviarias. Por un lado, ha servido para el transporte de mercancías hacia el Vaticano, facilitando la llegada de suministros diversos para este pequeño Estado. Por otro lado, y quizás con mayor relevancia simbólica, ha sido utilizado para ocasiones especiales, ceremonias y eventos que confieren a la línea un aura de exclusividad y solemnidad.
Uno de los aspectos más destacados en la historia reciente del ferrocarril vaticano es el uso simbólico que hizo el Papa Juan XXIII en 1962, cuando se convirtió en el primer pontífice en usar esta vía para sus desplazamientos en un viaje a la ciudad de Loreto y Assisi durante el inicio del Concilio Vaticano II. Su recorrido fue transmitido en vivo por la red europea Eurovision, lo que permitió que miles de personas presenciaran esta particular expresión de modernidad y tradición. Durante la Segunda Guerra Mundial, la estación del Vaticano fue escenario de acontecimientos que reflejaron la complejidad del contexto bélico. En 1944, se descubrió la presencia de un tren alemán de municiones en la zona, y el edificio de la estación fue el único en los dominios vaticanos que sufrió daños por bombardeos aliados. Este episodio confirma que, pese a la condición neutral y sagrada del Vaticano, la infraestructura estuvo imbuida en las circunstancias conflictivas de la guerra.
Con el paso de los años y la creciente modernización del transporte, el ferrocarril del Vaticano fue adquiriendo una función más simbológica y protocolaria que práctica. Sin embargo, desde 2015, se inició un servicio regular de pasajeros, que opera principalmente los sábados. Este servicio especial es gestionado por el Museo Vaticano en conjunto con las ferrocarriles italianos y lleva a los visitantes en un recorrido turístico que parte de la estación vaticana hacia Castel Gandolfo, donde se encuentran las Villas Pontificias. Esta ruta combina una experiencia cultural y turística única, dando a conocer no solo el ferrocarril en sí, sino también rincones de importancia histórica y espiritual. La estación del Vaticano, además de su uso ferroviario, alberga dentro de sus instalaciones un pequeño museo numismático y filatélico, que exhibe colecciones que fascinan a los visitantes interesados en la historia y el arte de los sellos y monedas del Vaticano.
También ocupa un espacio la tienda libre de impuestos del Estado Vaticano, destinada exclusivamente a diplomáticos y sujetos dentro del Vaticano. El ferrocarril del Vaticano se destaca por su aspecto técnico peculiar. Cuenta con una longitud total muy reducida —menos de un kilómetro— y presenta electrificación del lado italiano, pero el tramo dentro del Vaticano carece de este sistema. La vía es de ancho estándar, lo que facilita la conexión con los trenes italianos, y posee una infraestructura que incluye un túnel, un viaducto con características arquitectónicas emblemáticas y un sistema de vías muertas utilizadas para la carga y descarga de mercancías. Es interesante saber que el Vaticano no posee locomotoras ni material rodante propio.
Todo el equipo utilizado para los desplazamientos tanto de carga como de pasajeros pertenece y es operado por las ferrovías italianas, lo que implica una cooperación entre ambos entes en la operación del servicio ferroviario que conecta los dos territorios. La presencia del ferrocarril en un pequeño Estado cuya extensión territorial es de menos de medio kilómetro cuadrado pone en evidencia la voluntad histórica del Vaticano de adoptar avances técnicos que faciliten su funcionamiento y su integración con el mundo exterior sin renunciar a su identidad y particularidad. Turísticamente, la existencia del tren turístico que conecta la Ciudad del Vaticano con Castel Gandolfo añade un atractivo singular a la experiencia de visitar el Vaticano, combinando la historia, el arte, la religión y el encanto del viaje en tren. Los visitantes tienen la oportunidad de recorrer un tramo exclusivo y poco habitual, adentrándose en un cruce de fronteras y disfrutando de paisajes que mezclan lo urbano con zonas de gran valor histórico. Para los amantes de la historia del transporte, el Ferrocarril del Vaticano representa una denominación única y especial, pues además de ser la línea nacional más corta del mundo, constituye un ejemplo de cómo la infraestructura ferroviaria puede estar al servicio no solo de fines económicos, sino también de objetivos culturales, simbólicos y sociales.
El ferrocarril también es testimonio del cambio de actitud dentro de la Iglesia respecto a la modernidad y la tecnología. Mientras que en el siglo XIX hubo cierto rechazo a los ferrocarriles por considerarse aspectos negativos o incluso peligrosos para la fe, el siglo XX trajo una nueva comprensión que permitió la instauración de esta vía férrea dentro de uno de los Estados más singulares del mundo. En definitiva, el Ferrocarril del Vaticano es más que un simple medio de transporte; es un símbolo de apertura y conexión entre el pequeño enclave religioso y el resto del mundo. Su corta distancia física contrasta con la gran longitud de historia, cultura y significado que representa. Recorrerlo, aunque sea en un breve trayecto, es adentrarse en un capítulo poco conocido de la historia moderna del Vaticano y en una manifestación palpable de su diálogo con la civilización contemporánea y su patrimonio.
Queda claro que la experiencia del ferrocarril en el Vaticano invita a reflexionar sobre cómo incluso las instituciones más tradicionales pueden fusionar su pasado con las exigencias y posibilidades del presente, utilizando infraestructuras como el ferrocarril para avanzar en sus propósitos y acercarse a la gente, turistas, creyentes y curiosos de todas partes del mundo. Por ello, visitar y conocer el ferrocarril del Vaticano es una oportunidad para comprender una parte única de la historia europea y religiosa y para admirar la forma en que el tren reafirma una identidad y conecta fronteras, mundos y épocas.