La comprensión de cómo la vida almacena, transmite y utiliza información es una de las mayores interrogantes en la ciencia contemporánea. Tradicionalmente, se ha concebido que moléculas como el ADN y el ARN son los portadores primordiales de información biológica, responsables de dictar la organización y funcionamiento de los organismos vivos. Sin embargo, un enfoque reciente desde la biosemiótica, la ciencia que estudia los signos y la semiosis en los sistemas biológicos, propone una inversión radical en esta perspectiva: las moléculas no son el origen de la información biológica, sino artefactos semióticos que emergen de procesos dinámicos interpretativos más fundamentales. Este giro conceptual parte de la consideración de que para que un objeto, como una molécula, sea tratado como un signo debe existir un sistema capaz de interpretarlo. Es decir, la mera presencia de una secuencia molecular no implica por sí misma que esa secuencia contenga o transmita “información” en un sentido significativo.
La información, desde esta óptica, no es un patrón físico aislado sino el producto de la interacción con un intérprete que otorga sentido o función a ese patrón en un contexto determinado. Un punto central de esta propuesta es la construcción de modelos moleculares mínimos, sistemas que parten únicamente de las leyes conocidas de la física y química, pero que exhiben propiedades interpretativas básicas. Uno de estos modelos está inspirado en la estructura de los virus, en particular aquellos que pueden replicarse de forma autónoma mediante procesos moleculares que combinan catálisis recíproca y autoensamblaje. La catálisis recíproca se refiere a reacciones químicas en las cuales el producto de una reacción actúa como catalizador para otra, generando un ciclo cerrado que puede amplificar la producción de moléculas catalíticas. El autoensamblaje, por otro lado, implica que ciertas moléculas pueden unirse espontáneamente para formar estructuras complejas, como las cápsides virales, en función de su geometría y afinidad química.
Estos dos procesos son complementarios porque cada uno genera las condiciones necesarias para que el otro ocurra, dando lugar a sistemas moleculares capaces de mantener y reproducir su organización interna, incluso frente a perturbaciones externas. Este modelo llamado autógeno, un virus hipotético no parasitario, es capaz de realizar un ciclo de trabajo autogenerativo mediante ciclos de catálisis y ensamblaje donde la cápside crea un entorno delimitado que mantiene la concentración de catalizadores y sus interacciones. Tal sistema exhibe cinco propiedades emergentes clave: la individuación, que se traduce en una distinción intrínseca entre lo propio y lo ajeno; la autonomía, mediante la producción mutua de condiciones limitantes internas; el mantenimiento recursivo, es decir, la capacidad de reparar y reproducir las condiciones internas necesarias para su propia existencia; la normatividad, entendida como una tendencia a cumplir ciertas funciones con posibilidad de fallar; y la competencia interpretativa, que consiste en representar internamente sus propias condiciones para garantizar su continuidad. Desde la perspectiva biosemiótica, este ciclo autógeno realiza una forma elemental de interpretación molecular: al identificar la ruptura en la integridad de la cápside como un signo de alteración externa, el sistema responde reparando y restableciendo su estructura, un proceso que puede considerarse un interpretante en la semiótica de Peirce. Este tipo de interpretación básica se asemeja a lo que se denomina iconismo en semiología, donde la señal se basa en la similitud o isomorfismo con lo que representa.
Sin embargo, la complejidad puede aumentar si el autógeno es capaz de valorar su entorno de manera selectiva. Por ejemplo, si tiene estructuras en su cápside que permiten la unión de ciertas moléculas del medio ambiente y esas uniones afectan la estabilidad de la cápside, el autógeno podría abrirse solo en condiciones favorables para su reparación y multiplicación. Este proceso implica un nivel adicional de interpretación, similar a la indexicalidad, donde las señales son indicios correlacionados con condiciones ambientales relevantes. Una cuestión vital que plantea este enfoque es cómo estas dinámicas autógenas pueden llevar a la utilización de moléculas como el ARN y el ADN no solo para funciones catalíticas o estructurales, sino como portadoras de información con capacidad instructiva. Un punto de partida es la observación de que nucleótidos, componentes básicos de los ácidos nucleicos, cumplen también papeles esenciales en el almacenamiento y transferencia de energía en la célula, como el ATP y GTP.
Esto sugiere una transición evolutiva en la que los polinucleótidos inicialmente ejercieron funciones energéticas antes de ser cooptados para roles semióticos. La incorporación de moléculas nucleotídicas como productos energéticos en los ciclos autógenos podría facilitar reacciones catalíticas más eficientes y permitir una mayor diversidad química, mejorando la autogénesis. Pero para evitar daños durante las fases inertes del ciclo, estas moléculas deben almacenarse en formas no reactivas, como polímeros lineales de nucleótidos (ARN y ADN). Curiosamente, la aleatoriedad en las secuencias de nucleótidos produce variaciones estructurales locales que pueden influir en el modo en que otras moléculas, especialmente catalizadores, se unen a la cadena, organizándose de manera ordenada y específica. Este acoplamiento entre nucleótidos y catalizadores restringe la probabilidad de interacciones químicas, seleccionando aquellas que favorecen la autogénesis y suprimiendo reacciones potencialmente dañinas.
Así, la información funcional de un sistema dinámico complejo se “desplaza” parcialmente hacia un medio físico distinto, más estable y heredable. Esta transferencia o desplazamiento semiótico representa la base del código molecular que subyace a la biología genética, donde la información se transfiere y traduce entre tipos moleculares diferentes mediante afinidades estructurales y correlaciones. El principio de desplazamiento semiótico permite la construcción de niveles jerárquicos de semiosis molecular, donde interpretaciones más complejas emergen de procesos interpretativos más simples, escalando desde la auto-representación básica hasta formas cada vez más sofisticadas de representación y control genético. La regulación de la expresión génica, la interacción coordinada entre genes y proteínas, y la integración de señales a niveles celulares y tisulares ilustran cómo esta lógica de andamiaje semiotico permite la evolución y desarrollo de organismos multicelulares complejos. Esta revisión biosemiótica desafía la concepción ortodoxa que considera la información biológica como un patrón físico fijo transmitido de molécula a molécula.
En cambio, reivindica la primacía de procesos interpretativos dinámicos que generan significado y función, y que moldean la evolución de sistemas químicos hacia formas cada vez más adaptativas y complejas. Así, las moléculas se convierten en signos no porque posean propiedades intrínsecas, sino porque forman parte de sistemas con competencia interpretativa y normatividad propias. La pregunta original, “¿Cómo las moléculas se convirtieron en signos?”, encuentra una respuesta en la emergencia de procesos autógenos capaces de auto-representación y auto-mantenimiento que establecen bases para la evolución de la información biológica. Desde la icónica percepción molecular de alteración propia o ajena, pasando por la indexicalidad ambiental y el desplazamiento semiótico hacia polímeros estables y replicables, se trazan las líneas evolutivas que culminan en la utilización del ARN y ADN como portadores de información codificada, que a su vez posibilitan la complejidad de la vida tal como la conocemos. Esta visión reorienta la investigación sobre el origen de la vida y la información biológica, proponiendo que debemos mirar no solo a las moléculas replicadoras, sino también a los sistemas dinámicos interpretativos que las producen, mantienen y utilizan.
En última instancia, comprender cómo un conjunto químico llegó a comportarse como un sistema semiótico abre nuevas vías para la biología teórica, la química prebiótica y la filosofía de la biología, al integrar conceptos de interpretación, significado y función en el corazón mismo de la vida. Con esta perspectiva, el “código genético” deja de ser simplemente un producto de la replicación molecular para convertirse en el resultado de una historia evolutiva profundamente ligada a sistemas moleculares multicomponentes que interpretan su entorno y su propia estructura, manifestando así la información en sentido biosemiótico y expandiendo nuestra comprensión del fenómeno vital.