En el corazón de Minas Gerais, una de las regiones históricamente más pobres de Brasil, se encuentra el Alto Jequitinhonha, un valle que durante décadas ha sido testigo de una profunda transformación ambiental y social. Esta transformación tiene como protagonista a una propiedad y cultivo que, aunque parezcan verdes y abundantes, esconden un problema grave que afecta el sustento y la vida diaria de miles de personas: las plantaciones de eucalipto. Estas extensas monoculturas de eucalipto están directamente vinculadas a la industria del acero, un sector fundamental para la economía brasileña y que ha encontrado en esta especie arbórea un recurso esencial para la producción de carbón vegetal, utilizado como alternativa al coque derivado del carbón mineral. El problema es que, aunque estas plantaciones impulsan una industria clave, también están drenando los recursos hídricos locales, poniendo en jaque el acceso al agua de las comunidades rurales, incluyendo a las quilombolas, pueblos formados por descendientes de esclavizados africanos. Desde mediados de los años setenta, con la llegada del plan de industrialización bajo la dictadura militar brasileña, el Alto Jequitinhonha experimentó la entrega masiva de terrenos, muchos de los cuales pertenecían a campesinos locales, para la implantación de plantaciones de eucalipto.
Este proceso sustituyó aproximadamente un 60% de la diversa vegetación nativa del Cerrado, un bioma vital por su biodiversidad y función en la regulación hídrica. El reemplazo de la vegetación autóctona por eucalipto ha significado un cambio profundo en el equilibrio ambiental de la región. El eucalipto, una especie exótica para esta zona, presenta una tasa de evapotranspiración considerablemente mayor que la flora nativa, lo que implica un consumo mucho más intenso de agua. Estudios recientes indican que la extracción de agua subterránea en la región se ha incrementado dramáticamente, reduciendo los niveles freáticos en más de 4,5 metros desde la década del setenta. Este descenso del agua subterránea no solo afecta el ecosistema natural, trastornando áreas clave de humedales conocidos como Veredas, sino que también impacta directamente a las comunidades campesinas y quilombolas que dependen de manantiales, ríos y pozos para su subsistencia y actividades agrícolas.
A diferencia de los bosques naturales y las vegetaciones nativas que ayudan a conservar la humedad y garantizar el flujo constante de agua durante las temporadas secas, las plantaciones de eucalipto actúan como verdaderos sumideros, desecando los suelos y limitando la disponibilidad hídrica. Durante la estación seca, el paisaje se vuelve árido, con ríos que en muchos casos han desaparecido o se encuentran severamente contaminados. Para muchas familias, el acceso al agua, antes abundante, se ha convertido en un desafío constante. Testimonios recogen cómo las personas, especialmente en comunidades rurales pequeñas y aisladas, se ven obligadas a comprar agua en recipientes plásticos o a desplazarse largas distancias para obtenerla. Esta crisis hídrica tiene también un efecto migratorio, al empujar a pobladores a abandonar sus tierras en busca de mejores condiciones en otras áreas.
En paralelo a este drama social, la empresa detrás de las plantaciones, Aperam, una multinacional con sede en Europa dedicada a la producción de acero inoxidable y energía renovable, mantiene que sus operaciones cumplen con estándares internacionales de sostenibilidad. Posee la certificación FSC (Forest Stewardship Council), que supuestamente garantiza una gestión forestal responsable y estable, incluyendo la preservación del agua y el respeto por los derechos de las comunidades que habitan cerca de sus operaciones. Sin embargo, organizaciones no gubernamentales locales, como el Centro de Agricultura Alternativa Vicente Nica, cuestionan con firmeza esta certificación y denuncian que las evaluaciones de impacto ambiental realizadas hasta ahora han sido insuficientes o poco transparentes. Estas ONG han presentado múltiples quejas ante el FSC señalando que la certificación no refleja la realidad sobre la degradación ambiental y la crisis hídrica que enfrentan las poblaciones del Alto Jequitinhonha. Adicionalmente, el impacto socioeconómico en la región contrasta marcadamente con las ganancias de la empresa.
Los ingresos municipales derivados de los impuestos a las plantaciones son mínimos en comparación con los recursos que se destinaban cuando las tierras estaban cubiertas por vegetación nativa, la cual además generaba beneficios ambientales claves que se traducían en incentivos fiscales. La crisis hídrica también pone en riesgo la sostenibilidad misma de las plantaciones. Científicos advierten que los cambios climáticos están intensificando los períodos de sequía, y que una región cada vez más árida puede hacer inviable el cultivo de eucaliptos a largo plazo. Esto no solo implica un accidente ambiental, sino un dilema para la industria del acero que depende de este recurso. Por si fuera poco, Aperam ha diversificado su modelo de negocio al aprovechar los residuos de eucalipto para producir biochar, un tipo de carbón vegetal que se promociona como herramienta para la mejora del suelo y la captura de carbono en el contexto de los mercados de compensación de emisiones.
Estos créditos de carbono son adquiridos por empresas internacionales que buscan neutralizar sus emisiones, creando una aparente relación positiva con la mitigación del cambio climático. A pesar de esto, expertos señalan que los beneficios climáticos de estos créditos se ven opacados por los impactos sociales y ambientales negativos en las comunidades locales. La supuesta sostenibilidad y mitigación de emisiones queda empañada cuando la deficiencia de agua limita el derecho humano fundamental y el bienestar de las poblaciones afectadas. El debate en torno a las plantaciones de eucalipto en Minas Gerais evidencia la complejidad de compatibilizar el crecimiento industrial con la justicia ambiental y social. Asimismo, se instala la necesidad urgente de revisar y fortalecer los mecanismos de certificación que deberían certificar prácticas realmente responsables y respetuosas.