La obesidad es una condición compleja que afecta a millones de personas en todo el mundo, y a pesar de los avances en la medicina y la nutrición, los tratamientos para perder peso a menudo no logran el éxito esperado. El enfoque tradicional impuesto desde tiempos históricos, que se resume en la recomendación de “comer menos y moverse más”, continúa siendo la piedra angular de las terapias frente a la obesidad. Sin embargo, la realidad revela que la mayoría de las personas con obesidad no sólo pierden menos peso del esperado cuando aplican dietas y programas de ejercicio, sino que recuperan casi todo el peso perdido en un corto plazo, entrando en lo que se conoce como ciclado de peso. Este fenómeno plantea una pregunta fundamental: ¿por qué fallan tantos tratamientos para la obesidad, incluso cuando hay un compromiso serio con la dieta y el ejercicio? Una explicación popular y muchas veces simplista apunta a la falta de fuerza de voluntad como la causa principal. La idea es que quien no logra bajar de peso lo hace porque no sigue las indicaciones de restricción calórica y actividad física, volviendo a sus patrones previos de ingesta excesiva y sedentarismo.
No obstante, esta visión pasa por alto aspectos más complejos que la psicología y la fisiología han descubierto. Estudios han evidenciado que muchas personas que intentan dietas rigurosas experimentan episodios intermitentes de pérdida y recuperación del control alimentario. Este fenómeno, denominado “desinhibición” alimentaria, refiere a momentos en los cuales el individuo pierde la capacidad de controlar la ingesta, lo que se traduce en episodios de atracones que compensan o superan el déficit calórico logrado en momentos de restricción. Esta dinámica ha sido asociada a un mayor riesgo de desarrollar trastornos alimentarios y, curiosamente, también podrá predecir un aumento de peso futuro. De hecho, algunas investigaciones sugieren que el ciclo de restricción y descontrol puede favorecer la ganancia de peso a largo plazo, lo que popularmente se ha resumido como una especie de paradoja: “hacer dieta engorda”.
Más allá de estas conductas, la persistencia en un entorno obesogénico, donde la comida alta en calorías es abundante y la actividad física se desplaza a segundo plano, erosionaría la voluntad y la disciplina necesarias para mantener dietas estrictas y regímenes de ejercicio, dificultando aún más el cumplimiento estricto. Sin embargo, la explicación basada únicamente en la voluntad queda corta. La fisiología humana también juega un papel crucial. Cuando una persona reduce su ingesta calórica y pierde peso, su cuerpo detecta la desviación respecto a un peso corporal previamente estimado como “normal” y activa una serie de mecanismos compensatorios profundamente arraigados en la biología. Cambios hormonales, como la disminución de leptina - una hormona que regula el hambre y el gasto energético - así como fluctuaciones en hormonas intestinales y niveles de nutrientes en sangre, comunican al cerebro la existencia de un déficit energético.
Esto desencadena respuestas en diversas áreas del sistema nervioso central, no solo en el hipotálamo y el tronco encefálico, sino también en regiones relacionadas con la cognición, la recompensa, las emociones y el control ejecutivo. Tales mecanismos aumentan el apetito, disminuyen la sensación de saciedad y reducen el deseo o capacidad para realizar actividad física, dificultando mantener el balance negativo de energía necesario para continuar perdiendo peso. Estudios recientes utilizando tecnologías de imagen funcional han permitido visualizar y comprender mejor estas vías cerebrales y sus implicaciones en la adherencia clínica a los tratamientos. Además, investigaciones controladas han demostrado que aún en contextos de alto cumplimiento con dietas bajas en calorías y programas de ejercicio supervisados, el peso perdido es significativamente menor al teóricamente esperado a partir de la diferencia calórica aplicada. Esto indica que otros factores, más allá de la voluntad, impactan considerablemente la eficacia de la terapia.
Uno de estos factores cruciales es la compensación metabólica. Cuando se pierde peso, hay una disminución obligatoria del gasto energético total, ya que el organismo necesita menos energía para mantener un cuerpo más liviano y menos tejido magro. Parte de esta reducción es “pasiva”: al haber menos masa corporal, el metabolismo basal disminuye, el costo energético de moverse es menor y la termogénesis inducida por los alimentos es inferior debido a la menor ingesta. Sin embargo, además de este descenso esperado, existe una adaptación metabólica activa llamada termogénesis adaptativa que reduce el gasto energético aún más allá de lo previsto. Esta termogénesis adaptativa afecta tanto al gasto en reposo como al gasto durante la actividad física, aumentando la eficiencia metabólica y haciendo que el cuerpo sea más eficiente en conservar energía.
Esta respuesta adaptativa puede traducirse en una reducción adicional de aproximadamente 150 a 400 calorías diarias, dificultando entre manera significativa seguir perdiendo peso. Lo más notable es que esta respuesta varía mucho entre individuos, siendo en algunos casos tan intensa que puede igualar o superar las adaptaciones pasivas relacionadas con la pérdida de masa corporal. En estudios clínicos donde se controló estrictamente la dieta y el ejercicio, se observó que parte del peso que no se perdía según lo predicho estaba correlacionado con la disminución del metabolismo basal y de la termogénesis inducida por la dieta. Además, no se descartó que se produjeran compensaciones en la actividad física espontánea fuera de los momentos de ejercicio programado, o mejoras en la eficiencia muscular, ambas enmarcadas dentro de la termogénesis adaptativa. Otro aspecto importante que contribuye a la discrepancia en la eficacia de las terapias es el error en la estimación de las necesidades energéticas y los objetivos de pérdida.
Comúnmente se utiliza una constante calórica para estimar la cantidad de energía equivalente a un kilogramo de peso perdido, basada en un porcentaje estimado de masa grasa y magra perdida. Sin embargo, la composición de la pérdida de peso varía entre personas y tipos de tratamientos, lo que afecta la precisión de estos cálculos. También es frecuente subestimar o sobreestimar el gasto energético en reposo y el nivel de actividad física habitual, errores que se traducen en metas poco realistas o planes de dieta que no se ajustan perfectamente a las necesidades individuales. Estas imprecisiones hacen que incluso con una adherencia perfecta a la dieta y el programa de ejercicio las pérdidas de peso esperadas no se materialicen completamente, lo anterior subraya la importancia de realizar evaluaciones individualizadas y ajustes a lo largo de la terapia. Por otro lado, la variabilidad interindividual en la capacidad para conservar energía y en las respuestas metabólicas frente al déficit calórico es notoria.
Factores genéticos, epigenéticos, el historial de peso, la composición corporal y las características hormonales influencian cómo cada persona responde a la restricción calórica y al ejercicio. Por ejemplo, se ha demostrado en estudios con gemelos idénticos que tanto la eficiencia metabólica como la pérdida de peso varían considerablemente debido a determinantes genéticos, lo que enfatiza la necesidad de personalizar las intervenciones y expectativas. Desde una perspectiva evolutiva, estas adaptaciones energéticas profundas podrían haber ofrecido una ventaja para la supervivencia en épocas de escasez alimentaria, pero en el contexto moderno actúan como barreras significativas para la pérdida de peso sostenida. Esta “resistencia al adelgazamiento” representa un gran desafío para médicos y pacientes, requiriendo enfoques más sofisticados y multifactoriales para el abordaje de la obesidad. En conclusión, el fracaso frecuente de las terapias para la obesidad no puede atribuirse únicamente a una falta de fuerza de voluntad o incumplimiento.
Si bien el compromiso con cambios en el estilo de vida es fundamental, hay que reconocer el papel primordial de las adaptaciones fisiológicas metabólicas, las imprecisiones en la predicción de objetivos y las diferencias individuales en la respuesta al tratamiento. Entender estas complejidades permite a los profesionales de la salud diseñar estrategias más realistas, personalizadas y compasivas que aumenten las probabilidades de éxito a largo plazo. Solo un abordaje que considere la interacción entre factores psicológicos, metabólicos y ambientales puede romper el ciclo de pérdida y recuperación de peso, mejorando la salud y la calidad de vida de quienes padecen obesidad.