Emprender en una startup es un sueño compartido por muchos jóvenes profesionales, especialmente aquellos que, como yo en su momento, anhelan dejar una huella significativa en el mundo tecnológico. Sin embargo, esta aventura no siempre es tan brillante ni próspera como se pinta en los podcasts de Silicon Valley o en las historias de éxito viralizadas por los medios. De hecho, en mi primer contacto con el mundo de las startups, experimenté de primera mano lo que significa ser explotado en un entorno lleno de incertidumbres, promesas vacías y relaciones laborales tóxicas. A través de esta reflexión, deseo compartir mi experiencia, esperando que sirva para guiar a quienes se encuentren tentados por la magia del emprendimiento, pero aún no conocen los riesgos ocultos que conlleva. Mi inmersión en el universo de las startups comenzó en 2019, cuando, como un joven desarrollador de 24 años, estaba desencantado con mi carrera en consultoría.
Aunque había sido un estudiante destacado, y poseía varios años de experiencia en desarrollo móvil, sentía que me faltaba algo. Influenciado por las historias de grandes empresarios y visionarios tecnológicos, empecé a imaginarme como el próximo Jeff Bezos o Drew Houston. Fue entonces cuando surgió la oportunidad de unirme a Fixr, una startup en fase inicial que buscaba revolucionar el mantenimiento automotriz mediante una plataforma móvil que conectaba usuarios con mecánicos certificados. El proyecto sonaba prometedor. La startup contaba con una serie de logros envidiables para su tamaño y tiempo de operación: habíamos conseguido un préstamo bancario, ganado un concurso de emprendimiento, despertado cierto interés de inversionistas y establecido alianzas estratégicas con bancos para fomentar la adhesión de mecánicos.
Sin embargo, lo que parecía ser un paso hacia el éxito pronto mostró sus grietas. Mi rol inicial fue como asesor técnico, encargado de solucionar problemas que la agencia de desarrollo externalizada no había podido resolver durante años. Al revisar las aplicaciones, me percaté de fallos evidentes, como interfaces diseñadas para teléfonos obsoletos, funcionalidades incompletas y una arquitectura de software que no estaba a la altura de nuestras necesidades. La comunicación con la agencia era complicada, cargada de excusas y negaciones, lo que derivó en un desgaste constante. Mi oferta de reescribir el código y asumir como cofundador y CTO fue aceptada, y junto a un colega que se encargó del desarrollo en Android, nos pusimos manos a la obra.
A pesar del entusiasmo y las largas horas dedicadas, el panorama interno era hostil. La relación entre los miembros originales del equipo estaba marcada por un constante conflicto y desconfianza. Los cofundadores parecían más preocupados por sus luchas internas y redistribuciones arbitrarias de acciones que por el desarrollo del producto o la estrategia comercial. Las expectativas financieras y de lanzamiento resultaban poco realistas, y los planes se basaban en predicciones ancladas en deseos más que en datos concretos. A pesar de tener un producto mínimo viable funcional, la falta de usuarios y mecánicos activos en la plataforma evidenció una falla garrafal en la etapa de validación de mercado y adquisición de clientes.
Lo que desanimó aún más fue la ausencia de inversión real y la incapacidad del equipo para sufrir fracasos productivos y replantear estrategias. Durante meses, invertí mucho tiempo y esfuerzo en tratar de rescatar el proyecto. Desde intentar contactar mecánicos personalmente, diseñar campañas publicitarias locales hasta negociar con posibles inversores y aliados estratégicos. Todo esto, sin recibir un pago justo ni tener garantías claras sobre mi participación o seguridad laboral. En un momento, me ofrecieron aumentar mi participación a cambio de respaldar un préstamo, una propuesta que rechacé por prudencia.
Esta experiencia fue una montaña rusa emocional y profesional. Entendí que muchas startups no son simplemente empresas emergentes con propuestas innovadoras, sino entornos volátiles donde el compromiso, la transparencia y la profesionalidad pueden escasear. Además, esta vivencia me permitió identificar varias señales de alerta a las que recomiendo prestar atención: equipos que llevan mucho tiempo sin lanzar producto, conflictos internos severos, contratos con cláusulas abusivas o condicionales a discreción de la dirección, planes financieros inflados sin sustento real, comunicación remota sin interacción presencial y sobrecarga de desarrollo sin foco claro en el producto mínimo viable. A pesar de las dificultades, no puedo negar que la experiencia me enriqueció. Aprendí a manejar situaciones complejas, a negociar bajo presión y sobrellevar la frustración inherente al mundo de startups.
Esa etapa me preparó para afrontar desafíos posteriores y encontrar un proyecto más alineado con mis valores y expectativas. Finalmente, decidí desvincularme y dejar atrás Fixr, mientras que otros miembros siguieron caminos diferentes. Actualmente, trabajo en un nuevo emprendimiento que se basa en principios más claros, con una estructura equitativa, validación temprana y financiación transparente, lo cual marca un cambio sustancial respecto a mi primera aproximación. Para todos los que están pensando en unirse a una startup o iniciar la suya propia, mi consejo es que sean cautelosos pero no temerosos. Entiendan bien la naturaleza del proyecto, evalúen a sus socios y el contrato de participación, y tengan claro un modelo de negocio viable antes de invertir tiempo y dinero.
Las startups pueden ser un terreno fértil para el crecimiento profesional y personal, pero también un escenario donde las mejores intenciones se enfrentan a la dura realidad. Emprender es correr riesgos, sí, pero hacerlo con los ojos abiertos es la diferencia entre una experiencia explotadora y una aventura formativa. A día de hoy, miro hacia atrás y, aunque no repetiría ese camino, agradezco las lecciones aprendidas que me impulsaron hacia adelante y me hicieron más resiliente en mi carrera tecnológica.