El debate alrededor de las formas de castigo en la justicia penal continúa siendo un tema complejo y multifacético. En particular, la comparación entre el castigo corporal, como el caneado, y la pena privativa de libertad despierta opiniones divididas debido a consideraciones éticas, prácticas y culturales. Más allá de las valoraciones morales, resulta fundamental analizar cómo cada tipo de castigo influye en la prevención del crimen, su eficiencia en términos costo-beneficio, y su impacto en los individuos y la sociedad. Un llamado reciente a favor de la opción del caneado frente a la prisión ha ganado atención en redes sociales, donde usuarios expresan su preferencia por una pena física rápida y dolorosa en lugar de un año de encarcelamiento. Este fenómeno indica que muchas personas perciben el castigo corporal como menos gravoso que la reclusión, a pesar de que la sociedad occidental generalmente considere la prisión como un castigo «normal» y el caneado como algo cruel y anticuado.
Esta preferencia parece contradecir la efectividad general que se le atribuye a las diferentes formas de castigo. La lógica suele dictar que las penalizaciones más duras y temidas deberían ser más disuasorias para la comisión de delitos. Sin embargo, la inclinación hacia el castigo corporal revela un matiz interesante: el propósito del castigo no es ofrecer una experiencia agradable ni maximizar la utilidad del condenado, sino imponerse como una forma de restar valor a su bienestar, ya sea por el sufrimiento o la privación de libertad. La elección individual como consumidor de castigos es un concepto paradójico. Mientras que elegir un castigo podría sugerir una preferencia por la opción más liviana, en términos legales y sociales, la sanción busca precisamente lo contrario: disminuir la posibilidad de reincidencia y proteger a la comunidad.
De hecho, la actuación humana frente al castigo implica tomar decisiones que vele por sus propios intereses, pero el sistema judicial debe operar con perspectivas más amplias que involucren la prevención social y la rehabilitación. En el contexto geopolítico y cultural, el caso de Singapur es frecuentemente citado. Este país implementa el caneado como parte de su sistema penal, destacándose por sus bajos índices de criminalidad y la eficiencia de su sistema. No obstante, resulta crucial enfatizar que Singapur es una nación pequeña, homogénea y con altos niveles de confianza social, características que no necesariamente se replican en países mucho más grandes y diversos como Estados Unidos. Por otra parte, el nivel de encarcelamiento en Singapur no es excepcionalmente bajo; existe una mezcla de castigo físico y penas de prisión dependiendo de la gravedad del delito.
La naturaleza visible y pública del caneado también juega un papel en su percepción social. Muchas sociedades occidentales prefieren mantener la ejecución de penas lejos de la mirada pública por considerarlo más civilizado, aun cuando las prisiones sean espacios donde ocurren actos violentos y un sufrimiento psicológico intenso debido al aislamiento y otras condiciones de encierro. La corporalidad del castigo físico se asocia con prácticas antiguas y menos humanitarias, mientras que la prisión, a pesar de sus condiciones, ha sido normalizada y aceptada como una herramienta legítima de justicia. En cuanto a la efectividad como método disuasorio, el castigo corporal provoca un daño inmediato y tangible, pero para ciertos grupos, como criminales endurecidos o miembros de pandillas, este daño puede resultar insuficiente. Habituales al dolor y a situaciones extremas, estos individuos tienden a valorar más la pérdida económica y social que representa la prisión, que puede significar una ruptura total con su fuente de ingresos o incluso una condena simbólica a muerte.
En esta línea, la privación de libertad se presenta como un castigo más severo que trasciende lo físico y afecta la vida en múltiples dimensiones. Un ejemplo ilustrativo es la conmutación de penas de muerte a cadena perpetua en algunos casos en Estados Unidos. Para ciertos presos, las condiciones de reclusión, especialmente en prisiones de máxima seguridad como ADX Florence, significan vivir en aislamiento extremo con un impacto psicológico devastador, lo que se ha calificado como una «pena peor que la muerte» por algunos expertos en derechos humanos. Esto evidencia que el castigo físico no siempre es la forma más estricta ni más aterradora de sanción. La discusión sobre los costos asociados a los sistemas penitenciarios también merece atención.
Algunas voces argumentan que el encarcelamiento es demasiado caro para los contribuyentes y que medidas como el caneado podrían reducir significativamente los gastos estatales. Sin embargo, al analizar el retorno de inversión (ROI) de la prisión desde una perspectiva social, se observa que mantener a los delincuentes privados de libertad puede evitar daños directos e indirectos mayores. El robo continuado, por ejemplo, desestabiliza comunidades, causa pérdidas económicas y afecta el empleo, costos que superan ampliamente el monto diario que implica mantener a un preso. Además, el gasto en prisiones es sujeto a un control minucioso y orientado a la austeridad. Los recursos destinados a la reclusión no alcanzan para lujos, y comparados con otros rubros gubernamentales, representan una fracción muy pequeña del presupuesto nacional.
Mientras sectores como salud o educación reciben partidas multimillonarias con quejas sobre desperdicio y fraude, el gasto penitenciario es relativamente modesto, lo que cuestiona la sinceridad de ciertas críticas basadas únicamente en el aspecto económico. Esto también abre la puerta a un debate más honesto y centrado en valores: si la objeción principal no es el gasto sino la ética, el maltrato, la oportunidad de rehabilitación o las consecuencias sociales del encarcelamiento masivo, entonces es necesario enfocar las políticas públicas en mejorar estos aspectos y no en recortar costos de manera arbitrary. El cuestionamiento sobre la humanidad del sistema de justicia es legítimo y requiere reformas que equilibren seguridad, dignidad y efectividad. En términos de estrategia penal, un argumento inteligente sugiere que las penas deberían adaptarse a la escala y naturaleza del delito. Crímenes que se puedan replicar masivamente, como el robo organizado, podrían ser castigados con mayor severidad que delitos individualmente más violentos pero de menor impacto social amplio, como ciertos homicidios.
La lógica detrás de esto es que si un tipo de crimen genera costos sociales o económicos muy elevados por su frecuencia o expansión, su control mediante penas más estrictas trae un mayor beneficio colectivo. Volviendo al tema del castigo corporal, podría tener un rol secundario en la aplicación del derecho, especialmente en conductas que violen normas sociales menos graves pero que afectan el orden comunitario, como el littering o actos vandálicos menores. En estos casos, el caneado podría funcionar como una forma de refuerzo negativo que refuerce la disciplina social sin recurrir a largos procesos de encarcelamiento. Sin embargo, contra el crimen organizado o la delincuencia profesional, se estima que esta medida es insuficiente y poco disuasoria. En conclusión, el debate entre el caneado y la prisión como formas de castigo no se reduce a cuál es más «humano» o preferido por individuos sujetos a sanción.
La evaluación debe integrar factores culturales, psicológicos, económicos y sociales, reconociendo que el propósito real del castigo es preventivo y restaurativo. Es vital entender que no existen soluciones universales, y que lo que funciona en países con altos niveles de confianza y poca diversidad puede no ser eficaz ni apropiado en contextos más complejos como el de Estados Unidos. Las políticas públicas en materia de justicia penal necesitan basarse en evidencia rigurosa y en una ética clara, evitando simplificaciones que no consideran la complejidad del fenómeno criminal y la pluralidad de actores involucrados. La sociedad debe aspirar a un sistema que combata efectivamente el delito, proteja a las víctimas, respete los derechos humanos y promueva la rehabilitación, sin caer en discursos que idealicen castigos fáciles o que ignoren las consecuencias profundas de cualquiera de las sanciones impuestas.