El cambio climático es una de las mayores crisis globales del siglo XXI, afectando a ecosistemas, economías y comunidades alrededor del mundo. Sin embargo, no todos contribuyen ni se ven afectados por igual. Estudios recientes han demostrado que los grupos de altos ingresos generan una parte desproporcionadamente grande de las emisiones de gases de efecto invernadero, elementos que impulsan el calentamiento global y la creciente frecuencia e intensidad de eventos climáticos extremos. Esta asimetría plantea desafíos fundamentales para la justicia climática y la formulación de políticas efectivas. La desigualdad en las emisiones de gases de efecto invernadero es evidente al observar el consumo y las inversiones de la población mundial.
Mientras que el 50% más pobre de la población mundial es responsable de sólo alrededor del 10% de las emisiones globales, el 10% más rico contribuye con casi la mitad. Este desequilibrio no sólo refleja diferencias en estilo de vida, sino que también tiene consecuencias directas en el calentamiento global y el surgimiento de fenómenos como olas de calor intensas, sequías prolongadas e inundaciones extremas. La influencia del consumo y las inversiones de los sectores de altos ingresos se traduce en aumentos significativos en la temperatura global media. Investigaciones enfocadas en periodos recientes, particularmente entre 1990 y 2020, indican que aproximadamente dos tercios del aumento en la temperatura global desde 1990 pueden atribuirse al 10% más rico de la población. Más impactante aun, el 1% más acaudalado contribuye con una quinta parte de este aumento, lo que multiplica por veinte su aporte respecto al promedio per cápita global.
Este desequilibrio se refleja aún más claramente cuando observamos los extremos climáticos. Por ejemplo, la frecuencia de eventos de calor extremo, definidos como meses que superan en intensidad a los peores 1% experimentados antes de la era industrial, ha aumentado en formas atribuidas directamente a las emisiones generadas por los grupos adinerados. El 10% más rico de la población ha contribuido siete veces más que el ciudadano promedio global a este aumento en la frecuencia de olas de calor extremas. En casos más marcados, el 1% superior multiplica esta contribución hasta por 26 veces. Estas emisiones no sólo afectan las regiones donde reside la población adinerada.
Los impactos son claramente transfronterizos y transregionales. Por ejemplo, las emisiones asociadas al 10% más enriquecido de países como Estados Unidos o China han contribuido a un aumento del doble o triple en la probabilidad de olas de calor extremas en regiones vulnerables como el Amazonas, el sudeste asiático y partes de África austral. Estas áreas, con recursos limitados para adaptarse, enfrentan una carga desproporcionada pese a haber contribuido muy poco a las causas del cambio climático. La cuestión de la sequía también refleja estas injusticias. Mientras que la atribución de sequías extremas es compleja debido a la alta variabilidad climática y la menor certidumbre en los modelos, en regiones como la Amazonia se ha documentado un incremento significativo en la incidencia de sequías extremas vinculadas a las emisiones del 10% y 1% más ricos de la población global.
Esto afecta no solo la biodiversidad, sino también la capacidad de almacenamiento de carbono de uno de los ecosistemas más críticos para la estabilidad climática global. El estudio de estas desigualdades implica también considerar gases más allá del dióxido de carbono. El metano, por ejemplo, tiene un papel fundamental en el calentamiento a corto plazo y está asociado en alta medida con ciertas formas de consumo e inversión. Dado que las emisiones de gases de efecto invernadero no se distribuyen de forma homogénea, entender cómo varían según nivel de ingreso y tipo de actividad es crítico para diseñar estrategias de mitigación efectivas. El impacto de las inversiones de los más ricos resalta que no sólo el consumo directo es determinante, sino también cómo se canalizan recursos financieros hacia actividades que tienen grandes huellas de carbono.
Esta dimensión financiera agrava la brecha entre los causantes de emisiones elevadas y quienes sufren sus consecuencias, muchas veces en países con menor desarrollo. Desde una perspectiva de políticas públicas, reconocer el papel crucial de los sectores de altos ingresos puede guiar la formulación de medidas más equitativas y eficaces. Por ejemplo, la discusión sobre un impuesto global a la riqueza —o al carbono asociado al consumo de los más ricos— gana relevancia al demostrar que esos sectores aportan mucho más que su proporción poblacional al calentamiento global y los eventos extremos. Además, comprender esta distribución desigual puede mejorar la percepción social de la justicia climática, facilitando el desarrollo de políticas con mayor apoyo ciudadano. La aceptación social es clave en la implementación exitosa de medidas de mitigación y adaptación.
En términos de justicia climática, la evidencia muestra que las regiones y comunidades con menores emisiones históricas y menor capacidad adaptativa soportan las consecuencias más severas. Esta realidad subraya la imperiosa necesidad de mecanismos globales para financiar la adaptación y compensación —como los fondos para pérdida y daño— centrados en los grupos sociales más vulnerables. Adicionalmente, el estudio de la relación entre riqueza y emisiones sugiere que la desigualdad económica y la crisis climática están íntimamente vinculadas, formando un círculo vicioso que requiere soluciones integradas. Por ejemplo, políticas que desincentiven el consumo insostenible de los sectores con mayores recursos pueden combatir simultáneamente la pobreza y el deterioro ambiental. Es importante también considerar las limitaciones de la investigación.
La diversidad del portafolio de gases de efecto invernadero, la precisión de los modelos climáticos y la variabilidad en datos de consumo e inversión, especialmente en el marco internacional, desafían la precisión absoluta de las conclusiones. No obstante, la evidencia converge fuertemente para sostener que los grupos más ricos son responsables de una gran parte del calentamiento y los eventos climáticos extremos derivados. En última instancia, abordar el papel desproporcionado de los altos ingresos en el cambio climático requiere un compromiso global para transformar estructuras económicas y sociales que perpetúan estas desigualdades. La transición hacia un futuro sostenible pasa por implementar medidas que reduzcan la huella climática de los más ricos, reorienten inversiones hacia actividades bajas en carbono y promuevan la equidad en la distribución de responsabilidades y beneficios. El impacto evidente de los grupos con mayores ingresos en el aumento y la intensificación de fenómenos climáticos extremos es una llamada urgente para integrar la justicia social en las estrategias climáticas.
Solo reconociendo y actuando sobre estas desigualdades podremos construir un mundo más resiliente y justo, capaz de enfrentar los retos crecientes que impone la crisis climática global.