El urbanismo contemporáneo enfrenta retos complejos en la gestión del crecimiento y la densificación urbana, sobre todo en países de la esfera anglosajona donde, a pesar del aumento poblacional, la construcción de viviendas y la expansión de infraestructura vital son insuficientes. Este fenómeno responde en buena parte a sistemas legales y regulatorios que otorgan a propietarios y actores locales un poder equivalente al tristemente célebre 'liberum veto' del Parlamento de la Mancomunidad polaco-lituana del siglo XVIII, que permitía a cualquier legislador paralizar decisiones colectivas. Este sistema genera un fuerte bloqueo que se traduce en resistencia a proyectos de urbanización o renovación, reflejándose en el efecto llamado NIMBY (Not In My Back Yard), donde intereses particulares inhiben desarrollos que podrían beneficiar al conjunto urbano. Frente a este escenario, vale la pena mirar hacia modelos alternativos que ya han demostrado efectividad para superar estos desafíos. Uno de los ejemplos sobresalientes es Japón, donde la técnica del reajuste de tierras ha sido fundamental para construir ciudades densas, modernas y con infraestructura de calidad.
En lugar de recurrir al dominio eminente, instrumento legal que implica la expropiación forzosa de terrenos con validación estatal, el reajuste busca consensos mediante democracia directa entre los propietarios involucrados en un área determinada. Este sistema consiste en que cuando dos tercios de los propietarios de un área aceptan reorganizar sus terrenos y derechos sobre ellos, se procede a redistribuir las parcelas resultantes ajustadas al nuevo plan urbano, que puede incluir nuevas viviendas, infraestructura y espacios públicos. De esta manera, nadie pierde la titularidad, sino que el valor y uso del espacio se optimizan para beneficio colectivo e individual. Además, es un proceso mucho más transparente y participativo, que convierte una pregunta paralizante –«¿quién dice no?»– en una constructiva –«¿quién dice sí?»–, abriendo la puerta a soluciones consensuadas y a la innovación en la gestión del suelo urbanizable. El reajuste de tierras ha sido decisivo para numerosos desarrollos urbanos en Japón, desde renovaciones residenciales hasta la construcción de líneas de tren de alta velocidad como el Tsukuba Express.
La adopción de esta herramienta ha permitido superar retrasos burocráticos y la oposición de actores con intereses sectoriales, facilitando aglomeraciones urbanas saludables, conectadas, y vitro para la movilidad y las actividades económicas. Además, Japón contó con un elemento clave: la urgencia impulsores del cambio, marcada por la necesidad de renovar la vivienda afectada por desastres naturales, especialmente terremotos, y por una rápida urbanización tras la Segunda Guerra Mundial. Este modelo no es exclusivo de Japón. En Israel, donde también se enfrentaron a necesidades apremiantes de vivienda gracias a grandes oleadas migratorias y desafíos estructurales, programas como Pinui Binui y TAMA 38 ejemplifican un enfoque similar. Estos programas se basan en acuerdos voluntarios y consensuados entre propietarios y desarrolladores, que permiten demoler, reconstruir y ampliar edificios con mayor eficiencia y adecuación a las necesidades actuales.
Más allá de aumentar la oferta de viviendas, estas iniciativas promueven la resiliencia estructural frente a terremotos, mejorando además la calidad urbana. La experiencia israelí refleja cómo la combinación de un contexto que exige renovación y un marco institucional flexible puede generar aceptación social para proyectos de densificación y modernización que superen la resistencia tradicional. La clave está en un equilibrio delicado: proteger los derechos de los propietarios existentes mientras se promueve el interés colectivo mediante alternativas participativas y menos autoritarias que la expropiación. En Europa, Francia presenta un caso diferente pero también interesante en su regulación urbanística. Desde 1977, la ley francesa impone que las construcciones sobre cierto tamaño sean supervisadas por arquitectos licenciados, asegurando estándares de calidad, durabilidad y estética.
Esta medida busca mitigar una de las objeciones habituales en debates sobre nueva construcción: la percepción de que edificios recientes son poco atractivos o no armonizan con el entorno. Esta regulación funciona como una concesión simbólica y práctica, donde en lugar de dejar que los comités vecinales o las autoridades locales tengan poder discrecional para bloquear desarrollos basándose en supuestas cuestiones estéticas, se delega esta supervisión a expertos profesionales. Al limitar la incertidumbre y la arbitrariedad, se reduce la capacidad para generar bloqueos infundados y se fomenta una mayor velocidad y certeza en el proceso de aprobación, sin sacrificar el valor urbano ni la calidad de las nuevas edificaciones. Un caso complementario es el de Florida, que en 2021 aprobó reformas en su legislación de permisos para construcción que establecieron plazos máximos para respuestas gubernamentales y multas progresivas por retrasos. Esto aumentó la transparencia del proceso, redujo la opacidad y los puntos donde se podían generar bloqueos, y fomentó un auge en la construcción residencial y de infraestructura.
La experiencia demuestra que agilizar y hacer más predecible la regulación puede ser un factor decisivo para motivar inversiones y aumentar la oferta de vivienda. Todas estas experiencias comparten un denominador común: buscan transformar la cultura de “No” instalada en muchos sistemas de planificación urbana hacia una actitud de “Sí, y…”, es decir, un compromiso inicial de aceptar proyectos que tengan garantías y límites claros. Este cambio de mentalidad implica limitar la discrecionalidad de actores particulares para negar permisos o imponer condiciones excesivas, y a la vez, otorgar poder sobre la decisión directamente a quienes serán impactados, a través de mecanismos de democracia directa o acuerdos electorales locales. Promover la aglomeración urbana no solo significa densificar con edificios y viviendas; también implica mejorar las conexiones y la movilidad a través de infraestructura eficiente, como vías férreas rápidas. El crecimiento metropolitano bien gestionado genera externalidades positivas claves: concentrar la actividad económica y social en espacios definidos, facilitar el acceso a servicios y empleos, reducir el consumo energético per cápita, estimular la innovación y el intercambio de conocimiento, y ampliar la movilidad social.
Sin embargo, para que estas transformaciones sean viables, se requiere no solo modificaciones en la normativa urbana sino en la cultura política donde grupos de interés locales o propietarios puedan retardar indefinidamente proyectos mediante trabas legales o bloqueos administrativos, como sucede con leyes ambientales que pueden ser usadas para postergar infraestructura vital. Reformas que reduzcan esta opacidad, establezcan plazos claros, y permitan la participación directa, son esenciales para destrabar el potencial de las ciudades. El desafío, por supuesto, no es menor. Alterar sistemas que históricamente han favorecido la defensa de intereses particulares frente al bienestar colectivo exige tanto voluntad política como la generación de consensos. En algunos países, la oposición a la urbanización densa se fundamenta en temores legítimos, como la pérdida de calidad de vida, la saturación de servicios o impactos ambientales.
Por eso, modelos exitosos, como los de Japón o Israel, combinan incentivos, participación voluntaria, transparencia y un marco jurídico equitativo. Más allá de la técnica legislativa o el diseño institucional, este enfoque plantea una filosofía ciudadana distinta: abrir espacios de diálogo y negociación donde las decisiones sobre el espacio común se tomen con base en la colaboración y la voluntad mayoritaria de los afectados, no en bloqueos individuales o negociaciones oscuras. Transitar hacia un urbanismo “sí, y…” significa aceptar que el desarrollo es posible, deseable, y que negociando se pueden alcanzar acuerdos beneficiosos para la mayoría. Adoptar estos principios tiene un potencial transformador enorme en economías y sociedades modernas. Desde acelerar la construcción de viviendas asequibles y servicios públicos, hasta fomentar la movilidad y sostenibilidad ambiental, pasando por mejorar la equidad urbana y convertir las ciudades en nodos dinámicos y resilientes.
La experiencia demuestra que, con decisiones democráticas directas, procedimientos transparentes y límites claros a la discrecionalidad individual, las ciudades pueden superar los bloqueos históricos y abrazar el futuro con mayor eficacia. En definitiva, el urbanismo sostenible y funcional no es solo cuestión de regulaciones, sino de equipar a las comunidades con herramientas para decir “sí, y…” al progreso, a la innovación, y a la convivencia inteligente. La pregunta inevitable es ¿estamos preparados para ese cambio? La historia de ciudades en Japón, Israel, Francia y otros lugares sugiere que la respuesta es sí, siempre y cuando exista voluntad, diseño institucional acertado y compromiso colectivo para avanzar más allá de la noción paralizante del “no”.