En los últimos años, Europa ha experimentado una amenaza creciente e inusual: una campaña de sabotaje impulsada por Rusia mediante el reclutamiento de individuos a través de plataformas en línea. Este fenómeno, que combina violencia física fragmentada con estrategias de desinformación, representa un tipo de acción híbrida, difícil de rastrear y probar, cuyo objetivo principal es generar caos, inseguridad y desconfianza entre la población europea. La manera en que Rusia ha orquestado estas operaciones ha evolucionado significativamente desde los métodos convencionales de espionaje y sabotaje directamente ejecutados por agentes encubiertos en el terreno. La dificultad que han tenido los servicios de inteligencia rusos para operar en Europa, tras las ya conocidas expulsiones masivas de diplomáticos y agentes encubiertos tras casos de espionaje y atentados, los ha impulsado a buscar nuevos métodos con menores posibilidades de detección: la utilización de reclutas ocasionales a través de internet. Estos reclutas, por lo general personas vulnerables o marginadas, son contactados mediante redes sociales y plataformas de mensajería como Telegram, donde se les presenta una idea de colaboración o negocio que en realidad es una fachada para actividades ilícitas que incluyen incendios provocados, daño a infraestructuras clave y acciones de propaganda en contra de países occidentales y sus esfuerzos en apoyo a Ucrania.
El caso de Serhiy, un refugiado ucraniano detenido en Polonia cuando estaba a punto de ejecutar un ataque incendiario, ejemplifica cómo se lleva a cabo esta manipulación. Sin un conocimiento pleno de las verdaderas intenciones detrás de la misión que le ofrecían, Serhiy fue persuadido a preparar ataques contra objetivos civiles. Esto refleja una táctica clara: la deshumanización de los reclutas quienes son considerados "desechables" por los servicios rusos, una pieza más en un engranaje mayor que funciona de forma remota y sin necesidad de exponer a los agentes reales. Estos actos de sabotaje tienen como efecto no solo daños materiales directos, sino también la profundización del sentimiento de inseguridad y desconfianza social entre los ciudadanos de diversos países europeos. Incendios en tiendas, ataques a vehículos oficiales o a personalidades vinculadas a la ayuda a Ucrania, y la manipulación mediática con actos simbólicos como el depósito de ataúdes bajo monumentos emblemáticos forman parte de esta estrategia psicopolítica.
La elección de objetivos aparentemente aleatorios, como centros comerciales, almacenes y pequeñas infraestructuras, tiene como propósito sembrar la duda sobre la estabilidad y seguridad cotidianas sin llegar necesariamente a daños catastróficos o víctimas masivas, aunque las autoridades vienen advirtiendo que la pérdida de vidas humanas no es descartada ni rechazada por los planificadores rusos. Las operaciones tienen un nivel de sofisticación variable. En algunos casos, quienes realizan los actos son criminales con pocos nexos ideológicos, motivados principalmente por la remuneración, que suele pagarse en criptomonedas, mientras que otros tienen una ideología pro-rusa o simpatías nacionalistas rusas. Además, en ciertos países como los estados bálticos, la red de reclutamiento se apalanca en lazos familiares y culturales con Rusia, lo que facilita la coacción o el chantaje. Detrás de esta campaña está el servicio militar de inteligencia ruso conocido como GRU, específicamente una unidad con historial en operaciones de sabotaje y asesinato en Europa.
El grupo 29155, conocido por su implicación en el envenenamiento del exespía Sergei Skripal en Reino Unido, ha sido clave en el desarrollo y ejecución de estas tácticas, aunque la ejecución en terreno ha sido delegada a estos reclutados precarios y menos visibles. Europa responde con medidas cada vez más rigurosas y una vigilancia constante, aunque la naturaleza dispersa y clandestina de estos ataques dificulta la prevención absoluta. Los organismos de inteligencia y policía combinan indagación tradicional con tecnología avanzada para rastrear comunicaciones, seguir flujos financieros en criptomonedas y desmantelar células sospechosas antes de que puedan causar daño. La implicación de personas que previamente apoyaron a Ucrania en combate, o que no tienen afinidad ideológica rusa, demuestra que la motivación económica y la vulnerabilidad social son explotadas plenamente por Rusia. La combinación de elementos despolitizados con operativos ideológicas genera un mosaico complejo que desafía las estrategias tradicionales de contrainteligencia.
Estos hechos se enmarcan dentro de un contexto geopolítico tenso, en el que Rusia considera a Europa un enemigo y blanco legítimo por su apoyo a Ucrania en el conflicto bélico que comenzó en 2014 y escaló con la invasión total en 2022. La campaña de sabotaje se manifiesta como una forma de guerra de baja intensidad que complementa el conflicto militar convencional y la guerra informativa. Los gobiernos europeos están conscientes de que esta amenaza no desaparece mientras la guerra continúe, y existen señales de que la intensidad podría aumentar, planteando interrogantes sobre hasta dónde podría llegar Moscú y qué líneas estaría dispuesto a cruzar. La reciente pausa en algunos de estos ataques coincide con cambios políticos en Estados Unidos, pero la advertencia de que esta paz relativa puede ser sólo temporal es constante entre los especialistas. La dificultad para probar la implicación directa de Rusia en muchos casos provoca una atmósfera de sospecha generalizada, donde la duda sobre la autoría de incendios, fallos en infraestructuras o actos vandálicos se convierte en una herramienta para sembrar caos y desconcierto.
Este efecto, conocido como la creación de «niebla informativa», dificulta la normalización social y política en los países afectados. La estrategia rusa también manipula el debate interno europeo acerca de la seguridad y la integración, erosionando la confianza en las instituciones y entre países miembros, lo que podría representar un daño indirecto aún más efectivo que el ataque físico sobre infraestructuras. En resumen, la campaña de sabotaje basada en el reclutamiento en línea utilizada por Rusia constituye una amenaza híbrida que combina la guerra convencional y la guerra sucia en un terreno ubicado entre las sombras de la legalidad y las fronteras nacionales. Europa enfrenta el reto de proteger no solo su infraestructura física sino también la cohesión social, la confianza ciudadana y las libertades civiles, frente a un adversario que sabe adaptarse y explotar las vulnerabilidades más profundas de las sociedades abiertas. Esta nueva modalidad de conflicto evidencia la necesidad de una colaboración estrecha entre estados, agencias de inteligencia y comunidad digital, con protocolos de reacción rápida y estrategias preventivas que incluyan la educación sobre la desinformación y la vulnerabilidad a la radicalización online.
El modus operandi ruso pone de relieve la relevancia crítica de la vigilancia tecnológica, la transparencia en las plataformas digitales y el fortalecimiento del tejido social para mitigar los efectos de esta guerra encubierta, donde las fronteras tradicionales se desdibujan, y la seguridad depende cada vez más de la capacidad para anticipar y neutralizar amenazas invisibles pero destructivas.