Desde tiempos remotos, la humanidad ha estado fascinada por la idea de la pasión y la obsesión. Para muchos, el estar obsesionado significa estar vivo, tener un propósito claro y una energía desbordante que alimenta cada instante. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando alguien no puede sentir esa obsesión? ¿Es una carencia o acaso una forma diferente de experimentar la vida? La historia de un joven que ansió, sin éxito, ser obsesionado nos invita a explorar esta cuestión desde un enfoque más profundo y resonante. En la infancia, es común que los niños se identifiquen con pasiones que les rodean. En muchos lugares, como en la región del exURSS durante los años noventa, los videojuegos, el fútbol o las artes marciales eran no solo un entretenimiento, sino una expresión colectiva de identidad y pertenencia.
Sin embargo, no todos encontraban en estas aficiones el fervor esperado. Hubo quienes, en lugar de sumergirse en la obsesión típica, se encontraron siendo observadores, compiladores, exploradores desde las afueras. Uno de los ejemplos más ilustrativos fue la experiencia con las consolas de videojuegos. En lugar de jugar y disfrutar como sus compañeros, un niño consolidaba una biblioteca de códigos, mapas y estrategias, transformándose en un guardián del conocimiento periférico. No era un jugador apasionado, sino un amante del ecosistema que rodeaba a los videojuegos: las tiendas, los catálogos, el análisis comparativo.
En esta diferencia radicaba una forma especial de conexión, una obsesión con el entorno más que con el objeto central. Más adelante, durante la adolescencia, la presión social para integrarse en grupos de fanáticos del fútbol intensificó la sensación de aislamiento. Mientras los demás debatían emocionadamente sobre juegos y torneos, intercambiaban cromos y consumían noticias deportivas, aquella persona se esforzaba en simular intereses que no nacían naturalmente. Intentaba forzar emociones que no surgían espontáneamente, sumergiéndose en discusiones y consumiendo contenido que no disfrutaba realmente. La frustración llevaba a una especie de rechazo interno y a un cansancio emocional que solo reforzaba la desconexión.
Desde un punto de vista psicológico, la obsesión es una herramienta poderosa para encontrar significado y pertenencia. Nos conecta con comunidades, nos da rituales y nos proporciona un marco de referencia para interpretar el mundo. Sin embargo, la falta de obsesión no significa necesariamente una carencia o un déficit. Más bien, puede ser una señal de autenticidad, de una vida vivida con mayor reflexión y sin la necesidad de encajar en moldes preestablecidos. Es importante considerar que la cultura contemporánea glorifica la pasión y la dedicación extrema, a menudo vinculándolas con el éxito y la realización personal.
La narrativa popular asocia la obsesión con la productividad y la creatividad, generando una presión constante para encontrar y alimentar una «vocación» o un interés profundo. Sin embargo, esta visión puede ser limitante y excluyente para aquellos que experimentan el mundo de manera diferente. El caso de no obsesionarse puede ser visto como una oportunidad para observar desde una perspectiva más amplia. En lugar de perderse en detalles o en la intensidad emocional que genera la pasión, quienes no se obsesionan pueden cultivar un enfoque más equilibrado y consciente. Esta posición permite una interacción más serena con los objetos de interés, apreciándolos sin apego ni necesidad de definición.
Asimismo, la cultura y la sociedad deben reconocer y valorar esta diversidad de modos de experimentar el interés y la dedicación. La obsesión no debe ser el único criterio para medir la profundidad o la calidad de una experiencia. La ausencia de obsesión puede manifestarse en formas de creatividad y participación más sutiles, que merecen ser atendidas y fomentadas. Además, en un mundo cada vez más hiperconectado y saturado de estímulos, la capacidad de no obsesionarse puede traducirse en una fortaleza especial. Privilegia la libertad interior frente al mandato social, la capacidad de elegir sin la presión de los fervores colectivos y la facultad de preservar la salud mental frente al desgaste que puede implicar una pasión intensa y prolongada.
La reflexión sobre la obsesión lleva a cuestionarnos qué entendemos por realización personal y felicidad. Cuando nos detenemos a pensar en aquellos aspectos que se pueden disfrutar sin necesidad de estar consumidos por ellos, descubrimos una riqueza diversa y un camino hacia el equilibrio emocional. Ser testigo desde la distancia, interesarse casualmente sin sumergirse por completo, son formas legítimas de habitar la experiencia humana. En definitiva, soñar con la obsesión, pero vivir sin ella, es una paradoja que nos invita a repensar nuestras expectativas y valorese personales. También nos alerta sobre los riesgos de la idealización de la pasión como única vía de sentido.
La autenticidad no reside en necesariamente sentir una obsesión ardiente, sino en la congruencia con uno mismo y con la manera en que cada persona experimenta y participa en su entorno. Así, la fortuna de no ser obsesionado radica en poder disfrutar la vida desde la libertad de elegir lo que se quiere y cómo se quiere, sin la presión de la intensidad extrema. En la serenidad de esa distancia, en esa observación contemplativa, puede residir una forma especial de sabiduría y un camino hacia una existencia plena y única.