En la década de 1960, un proyecto poco convencional y pionero financiado por la NASA intentó explorar la posibilidad de comunicación entre humanos y delfines. En esta aventura única, Margaret Howe Lovatt, una joven de principios de 20 años, se convirtió en la protagonista de una experiencia que marcaría para siempre la comprensión de la inteligencia animal y la relación con una especie sumamente fascinante: los delfines. Margaret Lovatt creció con la fascinación por los animales capaces de comunicarse con humanos, influenciada por historias como la de Miss Kelly, un libro infantil que planteaba la posibilidad de que los animales pudieran hablar y entendernos. Esta idea caló tan hondo en ella que nunca la abandonó, incluso al llegar a la edad adulta. Su curiosidad la llevó en 1964 a visitar un laboratorio en la isla de St.
Thomas en el Caribe, donde se desarrollaba una investigación dirigida por Gregory Bateson, bajo la tutela del neurocientífico estadounidense John C. Lilly. Lilly, teórico y visionario, se había interesado en la inteligencia de los cetáceos a partir de los años 50, impresionado por el tamaño y complejidad del cerebro de los delfines. Creía que estos animales poseían un gran potencial para comunicarse con los humanos y soñaba con establecer un puente lingüístico entre las especies. En su libro «Man and Dolphin» publicado en 1961 ya expresaba estas ideas, exponiendo la posibilidad de que los delfines pudieran llegar a hablar inglés y contribuyeran a temas globales en foros como las Naciones Unidas.
El laboratorio en St. Thomas había sido acondicionado para acercar a humanos y delfines, con una piscina conectada a la marea y espacios diseñados para interactuar —un concepto revolucionario para la época. Allí, Lovatt inició su trabajo observando a tres delfines llamados Peter, Pamela y Sissy, cada uno con personalidad propia y características particulares. Peter era un joven delfín macho, curioso y en plena etapa de madurez sexual. Margaret Lovatt no solo fue una observadora sino que asumió un papel activo en el proyecto, intentando enseñar inglés a Peter a través de lecciones diarias y actividades para fomentar que emitiera sonidos más parecidos a los humanos.
Este trabajo requería una paciencia extrema y una relación cercana, por lo que Lovatt decidió vivir literalmente con Peter. Para ello, impermeabilizó el laboratorio para poder inundar los pisos superiores y compartir el espacio con el delfín durante largas horas, de lunes a sábado, mientras Peter regresaba con las hembras el domingo. Este experimento era una apuesta audaz que buscaba replicar la forma en la que un niño aprende a hablar, siendo ambiente y compañía constantes fundamentales. Para Lovatt, la convivencia fue profunda y reveladora. Captó que Peter no solo se interesaba por las lecciones formales, sino también por aspectos físicos y naturales de su compañera humana.
Su curiosidad hacia el cuerpo de Lovatt mostraba un vínculo más allá de las palabras. Sin embargo, el proyecto no estuvo exento de desafíos. Debido a la naturaleza de los delfines, Peter manifestaba sus urgencias y comportamientos sexuales, y fue Lovatt quien, con madurez y respeto, decidió ayudarlo a tranquilizarse para evitar interrumpir las prácticas y mantener la concentración en el aprendizaje. Este punto, que hoy causa controversia, fue vivido como parte integral de la relación y no como un acto impropio para ella. La historia tomó notoriedad décadas después con una publicación sensacionalista en una revista adulta, lo que distorsionó la visión pública sobre el experimento.
Mientras Lovatt mantenía su dedicación a Peter, el director del laboratorio y fundador del proyecto, John Lilly, comenzó a interesarse más en sus experimentos con LSD, drogas psicodélicas que él creía podían expandir la conciencia y quizá acelerar la comunicación entre especies. Lilly aplicó el LSD incluso en algunos delfines, exceptuando a Peter por petición de Lovatt, pero sin obtener resultados significativos. La influencia de Lilly se fue tornando más espiritual y menos científica, y esto causó tensiones y desinterés en la investigación lingüística. Finalmente, la financiación del proyecto se agotó. La presión por parte de la comunidad científica y la mala administración llevaron al cierre del laboratorio.
A Lovatt le tocó despedirse de Peter, quien fue trasladado a otro tanque en Miami en condiciones mucho más restrictivas y deterioradas. No tardó en difundirse la triste noticia de que Peter había fallecido, y algunos afirmaron que fue un suicidio consciente, un concepto posible en delfines debido a que deben decidir cuándo respirar. Se interpreta que su muerte pudo estar ligada a la separación traumática de Lovatt y a la caída en un ambiente decepcionante. Este trágico desenlace marcó el fin de un capítulo, pero sentó las bases para futuras investigaciones sobre la inteligencia y comunicación de los cetáceos. La ciencia desde entonces ha evolucionado, dejando de intentar traducir directamente el lenguaje humano a los delfines, para estudiar en cambio sus propios sistemas de comunicación y comprender mejor su complejidad.
Margaret Howe Lovatt continuó viviendo en la isla, transformando el laboratorio en su hogar y criando a su familia. A pesar de los años y del olvido institucional, la historia de su experimento con Peter sigue inspirando a científicos, comunicadores y amantes de la naturaleza. Su valentía y empatía demostraron que la conexión entre especies puede superar barreras aparentemente infranqueables. El legado de esos meses en la década de 1960 es un recordatorio de la inteligencia y sensibilidad animal, y de la necesidad de respeto y ética cuando la ciencia se adentra en relaciones tan delicadas. La película y documental "The Dolphin Who Loved Me" (2014) recuperan y difunden esta fascinante historia, ayudando a que el mundo recuerde la esperanza y tragedia que implicó una de las primeras verdaderas interacciones entre humanos y delfines en busca de entendimiento común.
En definitiva, el relato de Margaret Lovatt y Peter va más allá de un experimento científico. Es la historia de un vínculo que desafiaba convencionalismos, que planteaba preguntas profundas sobre la conciencia, el amor y la comunicación entre especies, mostrando que a veces la ciencia y humanidad se encuentran en las orillas del mar, donde un delfín y una mujer compartieron algo único y eterno.