En los últimos años, el gasto en relaciones públicas por parte de las fuerzas policiales de grandes ciudades estadounidenses ha experimentado un crecimiento significativo. Lo que a simple vista podría parecer un esfuerzo legítimo para mejorar la comunicación con la comunidad, en realidad ha generado múltiples controversias y planteamientos sobre la transparencia, el uso de los recursos públicos y la influencia que ejercen estas operaciones en la opinión pública. La realidad detrás de los presupuestos dedicados a relaciones públicas por parte de la policía es mucho más compleja y merece una profundización rigurosa para comprender cómo afecta esta inversión en la dinámica entre policía y sociedad. Ciudades como Chicago, Los Ángeles y San Francisco han sido objeto de investigaciones que revelan el tamaño y alcance de los equipos dedicados exclusivamente al manejo de la imagen pública de la policía. En Chicago, por ejemplo, el número de empleados dedicados a relaciones públicas en la policía municipal ha crecido de manera exponencial.
El dato más notable es que en 2014, cuando ocurrieron eventos que estremecieron a la ciudad, había seis personas contratadas para esta función. Hoy, esa cifra supera las cuarenta y cinco, bajo una administración fuertemente enfocada en controlar la narrativa pública. Este incremento no sólo responde a una necesidad de comunicación sino que también indica una estrategia sistemática para manipular la información que llega a los ciudadanos sobre acciones policiales controversiales. En Los Ángeles, la situación es aún más contundente. El Departamento del Sheriff del condado destinó a más de cuarenta personas a las tareas de relaciones públicas a tiempo completo.
Paralelamente, la policía de Los Ángeles (LAPD) cuenta con otros veinticinco empleados en esta área. Los salarios de algunos de estos encargados de construir y proteger la imagen de la policía superan los doscientos mil dólares anuales, un indicador claro de la prioridad que se le da a estas labores. No obstante, estas cifras no incluyen los recursos asignados a otras fuerzas policiales municipales y estatales que operan en la misma región y que no reportan públicamente su gasto en relaciones públicas, lo que hace difícil conocer el gasto total y real. El caso de San Francisco es igualmente revelador y ha generado un debate público importante. La ciudad tiene una unidad de comunicaciones estratégicas compuesta por nueve empleados a tiempo completo, adicionalmente a un número indeterminado de oficiales que, como parte de sus funciones habituales, desarrollan tareas relacionadas con la propaganda y la gestión de la imagen pública.
Entre estos recursos se encuentra un videógrafo dedicado a la producción de materiales audiovisuales que glorifican las actuaciones policiales, un gasto que en sí mismo ronda los ciento veinte mil dólares anuales. La intención detrás de estas producciones es clara: mostrar un lado positivo y atractivo de una institución que, en otras circunstancias, puede estar en el centro de polémicas y protestas sociales. Además, San Francisco ha implementado una división llamada “Community Engagement Division” que se encarga de la planificación estratégica de mensajes y actividades diseñadas para influir en la percepción pública. Esta unidad funciona de manera similar a los grupos de contrainsurgencia militar que históricamente han trabajado para controlar poblaciones ocupadas mediante propaganda y tácticas de manipulación psicológica. Las actividades incluyen la realización de encuestas tipo focus group para medir la efectividad de sus mensajes, así como la intervención temprana con familiares de personas afectadas por actos policiales violentos.
Esta intervención busca controlar y moldear las reacciones públicas en momentos críticos, limitando la difusión de narrativas adversas para la policía. Las labores de relaciones públicas de la policía no se limitan a la comunicación directa con los medios o el público. También incluyen la creación y promoción de eventos comunitarios que, aunque tienen aspectos positivos evidentes, también funcionan como estrategias para ocultar problemas estructurales y socialmente arraigados. Por ejemplo, en Chicago se han producido videos que muestran a oficiales armados repartiendo alimentos en vecindarios con altos índices de pobreza, una realidad generada por políticas públicas que han marginado y segregado a esas comunidades durante décadas. En lugar de atacar las causas del problema, estas actividades funcionan como un barniz que disfraza la violencia y negligencia institucional.
Un aspecto particularmente inquietante es la relación cercana que algunos funcionarios encargados de estas operaciones mantienen con periodistas y medios de comunicación. En San Francisco, se han dado casos donde responsables de las divisiones de propaganda policial establecieron vínculos estrechos con reporteros, compartiendo mensajes y coordinando la defensa mediática de la policía frente a críticas. Estas relaciones cruzan la línea de la ética periodística y colocan en entredicho la independencia informativa. El escándalo resultante llevó incluso a la designación de uno de estos funcionarios en un cargo político dentro del órgano legislativo que supervisa el presupuesto policial, lo cual genera dudas sobre la concentración de poder y la transparencia en la administración pública. Además, el gasto en relaciones públicas por parte de las policías no se limita solo a los departamentos en sí mismos.
Los sindicatos policiales, con recursos provenientes de cuotas sindicales financiadas con fondos públicos, también destinan sumas importantes al manejo de su imagen y campañas políticas. Estas campañas frecuentemente buscan influir en decisiones electorales y políticas relacionadas con la justicia criminal, a menudo oponiéndose a reformas que buscan mayor responsabilidad y control ciudadano sobre las fuerzas de seguridad. No se debe dejar de lado la existencia de un sector privado que ofrece servicios de consultoría y manejo de crisis para departamentos policiales que enfrentan escándalos o denuncias graves. Estas empresas especializadas diseñan estrategias para reparar la imagen pública después de incidentes que han generado indignación ciudadana, demostrando que la gestión de la percepción y la narrativa es una industria rentable en el contexto policial. El resultado de esta inversión masiva en relaciones públicas es una narrativa cuidadosamente construida que, en muchos casos, distorsiona la realidad y minimiza las denuncias de abuso, corrupción y violencia policial.