En el panorama de la investigación científica actual, un debate recurrente apunta a la existencia de incentivos perversos que, según muchos, impulsan comportamientos cuestionables entre los científicos. La narrativa predominante sostiene que estos incentivos son la causa principal de prácticas poco éticas, como el p-hacking, la publicación sesgada o incluso el fraude. Sin embargo, es importante profundizar y reflexionar sobre hasta qué punto estas excusas son válidas y cuándo la responsabilidad personal debe asumir el protagonismo en este escenario. La presión constante por publicar, obtener financiación y alcanzar la estabilidad laboral crea un entorno competitivo donde las reglas del juego pueden parecer injustas o incluso imposibles de seguir con total ética. Sin embargo, afirmar que "es culpa del sistema" o que "los incentivos me obligan a comportarme así" se ha convertido en una respuesta automática, un mantra que evita enfrentar la realidad de las decisiones personales y éticas que cada investigador debe tomar.
Esta postura, lejos de ser solo una observación inocua, puede perpetuar una cultura de irresponsabilidad y mediocridad científica. Es fundamental reconocer que los incentivos existen y que, en efecto, la estructura académica actual no siempre recompensa la honestidad o el rigor científico por encima de la cantidad de publicaciones o el impacto superficial. Aún así, la diferencia entre quienes sucumben a estas presiones y quienes mantienen su integridad radica en las elecciones individuales. La historia de casos como Diederik Stapel, un científico que confesó haber fabricado datos para acelerar su trayectoria, evidencia que no todos reaccionan igual ante la presión. Mientras muchos enfrentan las mismas dificultades, solo algunos cruzan la línea de la ética, y esto responde más a la responsabilidad personal que a la influencia inexorable del sistema.
Esta reflexión lleva a replantear la común justificación que suaviza comportamientos cuestionables como reportar resultados exploratorios como si fueran confirmatorios o esconder estudios que no arrojan los resultados esperados. Decir que lo hacen porque los incentivos "los obligan" es, en última instancia, admitir una falta de disposición para asumir desafíos morales y científicos. Por el contrario, asumir la propia responsabilidad implica reconocer que cada decisión, por pequeña que sea, contribuye a la construcción o al deterioro del conocimiento científico. Además, es un error pensar que estos comportamientos tienen un impacto insignificante o que nadie sale perjudicado. La ciencia es un esfuerzo colectivo y la integridad de unos pocos protege la reputación de muchos.
Cuando una persona opta por atajos o engaños, no solo afecta a su trabajo, sino que socava la confianza en todo el ecosistema científico, perjudicando la credibilidad pública, las decisiones basadas en evidencia y el avance real del conocimiento. Contrario a la creencia popular, los incentivos no son una fuerza imparable que determina el destino ético de un investigador. La comparación con otros sectores como la medicina o el derecho muestra que, aunque existan presiones similares, la mayoría de los profesionales mantienen estándares altos y no justifican comportamientos inapropiados apelando a esos incentivos. Esta diferencia cultural en la academia podría deberse a una combinación de factores, pero en el centro está la actitud hacia la responsabilidad individual. El cambio comienza con una autocrítica honesta y con la voluntad de resistir la comodidad de usar "los incentivos" como excusa para justificar cualquier comportamiento.
Esta mentalidad debe fomentarse desde las etapas iniciales de la carrera académica, promoviendo una ética profesional que enfatice la calidad, la transparencia y el respeto por el método científico, sin importar las circunstancias del entorno. Resistir la tentación de cortar esquinas implica también reconocer que el impacto a corto plazo de tales conductas puede parecer beneficioso para la carrera de un investigador, pero a largo plazo puede resultar desastroso para su reputación y legado. La crisis de replicación, por ejemplo, pone en evidencia cómo muchos trabajos que parecían significativos han perdido credibilidad con el paso del tiempo, afectando la carrera de sus autores y la confianza en sus resultados. Es cierto que las estructuras de incentivos necesitan reformas y que los sistemas de evaluación académica pueden incentivar prácticas contraproducentes. Sin embargo, contar con un sistema mejor no exime a los individuos de su papel en mantener altos estándares éticos.