Trabajar como ingeniero de calidad (Quality Engineer, QE) en la industria de dispositivos médicos puede ser una experiencia compleja que mezcla pasión por la excelencia con muchas frustraciones. Las responsabilidades que recaen sobre estos profesionales suelen ser invisibles para muchos, pero son vitales para garantizar la seguridad del paciente y la confiabilidad del producto. Sin embargo, el camino no siempre es claro ni satisfactorio, especialmente cuando la cultura empresarial no acompaña la visión de calidad y compromiso. Encontrar sentido y valor en la función de un ingeniero de calidad puede convertirse en fundamental para superar los retos diarios. En una experiencia típica en una gran corporación, la calidad se consideraba un pilar esencial del negocio, una inversión en la seguridad y el éxito a largo plazo.
Se promovía una cultura donde la calidad no era negociable. Se descartaba cualquier producto con riesgos, por mínimos que fueran, y se insistía en prácticas rigurosas como la integridad de datos y una documentación clara y detallada. La función del QE era reconocida por su impacto directo en la producción: mantener la línea activa y sin riesgos de retiro, todo en un escenario donde la presión operativa y de la cadena de suministro era constante y muy intensa. Por contraste, en el entorno de una empresa emergente centrada en comercialización temprana, la calidad parece pintarse como una carga necesaria, un centro de costo más que una ventaja estratégica. La diferencia cultural y operativa se siente profunda, haciendo que el ingeniero de calidad enfrente un choque de paradigmas.
La ejecución de los sistemas de calidad y controles de diseño a menudo es tratada como un trámite para cumplir con regulaciones más que como una base para el desarrollo técnico y la mejora continua. Esta disparidad genera cuestionamientos existenciales sobre el propio papel profesional. La frustración crece al observar que el equipo de investigación y desarrollo se maneja con una filosofía de “cowboys”, buscando saltar barreras burocráticas y alcanzar el mercado con el mínimo esfuerzo documental y de gestión, arriesgando la profundidad y utilidad del sistema de calidad. Ser alguien formado en sistemas, gestión de proyectos y diseño complejo impone una visión donde cada proceso y análisis tiene un propósito claro para mitigar riesgos y asegurar resultados confiables; ver cómo eso se subestima puede ser desalentador. Uno de los aspectos más desafiantes es la falta de reconocimiento.
Los equipos técnicos suelen trabajar en la sombra, alejados de los focos de atención que reciben los departamentos comerciales o clínicos, aún cuando su labor es esencial para mantener operaciones estables, asegurar trazabilidad y evitar crisis. Muchas tareas relacionadas con la calidad de productos y procesos, manejo de proveedores y coordinación con fabricantes externos son invisibles excepto cuando surgen problemas, y aun así, la celebración o agradecimiento escasea. La carencia de un liderazgo que valore esas contribuciones añade una carga emocional considerable. La ausencia de pequeños gestos de reconocimiento, tan simples como un «gracias» reiterativo que reconozca el esfuerzo diario, puede llevar a sentimientos de desapego y desencanto. No se trata sólo de premios o celebraciones mayores, sino de un ambiente de respeto y valoración sincera.
Además, cuando la comunicación resulta fragmentada y opaca, surgen malentendidos y tensiones. La existencia de listas de tareas “atascadas” en un colaborador sin explicación clara ni canales abiertos para discutir prioridades o bloqueos puede erosionar la confianza y generar reproches erróneos. Especialmente en equipos reducidos y con responsabilidades múltiples, el reto de delegar y coordinar trabajos es constante, y la falta de apoyo para gestionar estos aspectos multiplica la presión. El impacto de un liderazgo difícil y poco empático se refleja en interacciones diarias que desalientan y minan la moral. Comentarios poco constructivos, interrupciones reiteradas, descalificaciones públicas disfrazadas de “ser directo”, y una aparente indiferencia ante las emociones de los colaboradores configuran un ambiente hostil que obliga a grandes dosis de resistencia emocional.
La dificultad de separar estas experiencias personales del desempeño laboral agrega una capa extra de estrés y puede afectar la productividad y el bienestar general. Dentro de esta dinámica, el ingeniero de calidad se encuentra en una situación paradójica. Por un lado, la responsabilidad ética y profesional de defender la seguridad del paciente y la integridad del producto lo impulsa a perseverar. Por otro lado, la falta de apoyo, el desdén por sistemas robustos, y la dificultad para influir en las decisiones dejan una sensación de lucha contra molinos de viento. El reconocimiento de que, en ocasiones, es preferible “firmar y seguir adelante” para mantener el flujo queda en tensión con la convicción profesional.
No obstante, esta realidad también es una oportunidad para reflexionar sobre la cultura empresarial y su impacto en el éxito del producto y la salud organizacional. La calidad, lejos de ser un costo, es una inversión que requiere liderazgo comprometido, comunicación efectiva y un equipo que sienta orgullo por su función. La resistencia y la perseverancia que un ingeniero de calidad pone día a día son el pegamento que mantiene unidos los diferentes engranajes del negocio. Construir un puente entre la visión tradicional de calidad y la realidad del startup es posible, pero demanda diálogo, paciencia y la valentía de plantear soluciones creativas que respeten las limitaciones del contexto sin sacrificar las mejores prácticas. Establecer métricas de valor claras, reconocer los logros no visibles y fomentar una cultura de respeto y apoyo puede transformar la experiencia laboral y permitir que todos los involucrados sintonicen sus objetivos.