La relación entre el Vaticano y China es una de las más complejas y delicadas en el panorama religioso y político mundial contemporáneo. La reciente elección de un nuevo papa ha despertado expectativas y, al mismo tiempo, incertidumbres respecto a cómo se desarrollarán las interacciones entre la Santa Sede y el régimen chino. A pesar de la gran cantidad de fieles católicos en China, que se estima alcanza los 12 millones, la realidad es que el nuevo pontífice no será bienvenido en muchas esferas del país debido a una serie de motivos políticos, sociales y religiosos intrínsecamente ligados a la naturaleza autoritaria del Partido Comunista Chino (PCCh) y a su control férreo sobre la vida pública, incluida la religión. En primer lugar, es necesario entender cómo el PCCh administra y regula las religiones dentro de sus fronteras. A diferencia de la libertad religiosa que se profesa en muchos otros países, China impone un sistema que busca subordinar todas las actividades religiosas a la autoridad estatal.
Para el Partido Comunista, la religión es vista como un fenómeno potencialmente subversivo, una influencia externa que podría socavar la ideología oficial y la unidad nacional. Por esta razón, las iglesias, templos y demás instituciones religiosas deben operar dentro de los límites impuestos por el Estado, y cualquier intervención o influencia extranjera, incluida la del Vaticano, es percibida como una amenaza. Si se pone la mirada en la historia reciente, la relación entre el Vaticano y China ha estado marcada por desconfianza y negociaciones complicadas. Desde la fundación de la República Popular China en 1949, el gobierno comunista cortó formalmente las relaciones con la Santa Sede en 1951, después de que el Vaticano se negara a apoyar el reconocimiento internacional del régimen comunista. En respuesta, el PCCh estableció la Asociación Patriótica Católica China, una iglesia católica controlada por el Estado que reniega de la autoridad papal, generando así un cisma con la Iglesia Católica universal.
Este cisma ha persistido durante décadas y ha sido una de las mayores barreras para el reconocimiento pleno del Vaticano en territorio chino. En años recientes, hubo avances significativos que indicaron una posible mejora en las relaciones. En 2018, el Vaticano y China firmaron un acuerdo provisional, en el que el Papa reconocía la autoridad conjunta para la designación de obispos, una decisión controvertida que buscaba unir a la Iglesia china oficial con la clandestina y silenciar el conflicto. Sin embargo, más allá de la firma, la ejecución del acuerdo ha mostrado muchos obstáculos y limitaciones, ya que el PCCh sigue manteniendo un control estricto y no tolera desviaciones que puedan debilitar su poder. La llegada de un nuevo papa atañe directamente a esta frágil dinámica.
A pesar del deseo histórico de figuras como el Papa Francisco por visitar China y tender puentes, el régimen de Pekín se ha mostrado reticente a permitir la entrada de pontífices o líderes eclesiásticos que puedan impulsar una agenda diferente a la que ellos controlan. La visita siempre se ha considerado una cuestión delicada, ya que podría afianzar la influencia del Vaticano en la isla patria y consolidar a la Iglesia Católica underground, lo que el gobierno considera como una interferencia no deseada. Además, el nuevo papa no solo se enfrenta a un panorama político adverso, sino también a una coyuntura sociocultural compleja. En China, la religión tiene una aceptación limitada entre la población general y es vista con cierto escepticismo. El ateísmo promovido por el Partido Comunista y la secularización creciente en las grandes ciudades condicionan la forma en la que el catolicismo puede expandirse y ejercer influencia.
La educación y los medios de comunicación están estrictamente regulados para evitar que ideas consideradas fuera de la línea oficial ganen terreno. La influencia del nacionalismo chino, que ha ido en aumento en la última década bajo el liderazgo de Xi Jinping, también juega un papel fundamental. Bajo su mandato, el Partido Comunista ha fortalecido el control sobre el espacio público y ha promovido una visión que prioriza los valores chinos, la soberanía y la lealtad al Estado por encima de cualquier otra identidad, incluyendo la religiosa. Esto reduce aún más la posibilidad de que cualquier figura extranjera, como el papa, pueda ejercer una influencia pastoral directa o ejercer presión sobre el gobierno para mejorar la situación de la Iglesia católica. Por mucho que el papel del papa sea de guía espiritual para millones de católicos en todo el mundo, la realidad geopolítica y cultural que impera en China limita gravemente su capacidad de acción y presencia física.
El papa anterior, Francisco, tuvo que conformarse con sobrevolar el territorio chino durante su viaje a Mongolia y Corea del Sur en 2014, un gesto simbólico cargado de deseo no cumplido. Esto refleja el delicado equilibrio que debe mantener el Vaticano para no desencadenar enfrentamientos mayores con el PCCh, mientras intenta mantener viva la fe y la esperanza de sus fieles chinos. Finalmente, la falta de diálogo abierto y la ausencia de una verdadera planificación de sucesión en ambos sistemas -el Vaticano y el Partido Comunista- explica en parte la dificultad para encontrar puntos comunes. La elección del nuevo papa y la reelección o continuidad de Xi Jinping crean un escenario donde ambas instituciones se centran en mantener el poder y la estabilidad interna por encima de cualquier apertura externa. La falta de transparencia en ambos entornos dificulta la instauración de relaciones fluidas y basadas en la confianza.
En conclusión, el hecho de que el nuevo papa no sea bienvenido en China responde a un conjunto complejo de factores que incluyen la ideología comunista que domina el país, el control estatal sobre la religión, la historia de conflicto entre el PCCh y el Vaticano, y las limitaciones socio-culturales que enfrenta el catolicismo en el país. La realidad es que, aunque millones de chinos profesan la fe católica, la presencia y el liderazgo del papa en China seguirán enfrentando grandes obstáculos por mucho tiempo. La comunidad internacional y los observadores deberán seguir de cerca cómo evoluciona esta relación entre dos mundos tan distintos, pendientes de cualquier señal que pueda indicar avances o retrocesos en uno de los nexos religiosos y diplomáticos más enigmáticos del planeta.