En un mundo donde la desigualdad y las injusticias sociales se manifestan de manera cada vez más evidente, surge una pregunta fundamental: ¿para qué acumular tanto poder y recursos si no se utilizan para proteger y promover causas justas? Esta incómoda incógnita ha cobrado especial relevancia en el contexto político y social global actual, en el que la defensa de los derechos humanos, especialmente de comunidades vulnerables como la comunidad LGBTQ+, enfrenta crecientes obstáculos. Más allá del discurso, se torna indispensable que aquellos que poseen influencia —ya sea económica, social o política— asuman un rol activo y decidido en la defensa de principios y valores que benefician a toda la sociedad. El poder, en cualquiera de sus formas, conlleva una enorme responsabilidad. Las élites empresariales, con su ingente capital y alcance global, tienen una capacidad única para moldear no solo mercados sino también el tejido social y político. Sin embargo, a menudo, este poder se diluye en gestos simbólicos o campañas superficiales que no trascienden el ámbito comercial o la imagen corporativa.
La pregunta crítica radica en si estas acciones son suficientes frente a situaciones que requieren un compromiso más profundo y acciones concretas. La situación de muchas comunidades vulnerables, en particular las personas LGBTQ+, durante los últimos años en diversas regiones, ha sido alarmante. En algunos países, avances obtenidos con esfuerzo y sacrificio están siendo revertidos por políticas discriminatorias y una creciente intolerancia institucionalizada. Frente a este panorama, la mera exhibición de símbolos o la venta de productos con colores alusivos a la diversidad puede parecer una contribución menor, aunque visible. Pero ¿qué pasa cuando se requiere que los líderes empresariales y figuras públicas se pronuncien con firmeza y actúen en defensa de la justicia y equidad, arriesgando posibles consecuencias económicas o políticas? La controversia en torno a la postura adoptada por destacados ejecutivos de gigantes tecnológicos frente a estas problemáticas es un claro ejemplo.
Por un lado, reconocemos que algunas compañías han expresado públicamente su apoyo mediante campañas inclusivas y donaciones a organizaciones, pero por otro, sus directivos parecen tener reticencias a ir más allá, a enfrentar directamente a aquellos poderes que amenazan los derechos y la dignidad de muchas personas. Uno podría argumentar que la presión política o las posibles repercusiones económicas disuaden a estos líderes a actuar con mayor contundencia. Sin embargo, la historia y la ética demuestran que el verdadero liderazgo se mide en la capacidad de defender lo correcto aun frente a adversidades. Cuando un empresario o líder posee recursos y acceso a la opinión pública, su apuesta debe ir más allá del marketing o las declaraciones genéricas: es imprescindible que utilice esas herramientas para generar cambios reales. El concepto de responsabilidad social corporativa debe replantearse y trascender la imagen para convertirse en una práctica activa que desafíe políticas injustas y promueva la inclusión verdadera.
Las palabras deben ir acompañadas de hechos concretos que evidencien la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. La coherencia es un valor indispensable para construir confianza, especialmente en tiempos donde la desinformación y la manipulación están a la orden del día. Además, el diálogo abierto y crítico en espacios empresariales y tecnológicos puede desempeñar un papel crucial en la promoción de una cultura que valore la diversidad y la justicia social. Las plataformas de las que disponen estas compañías pueden ser utilizadas para educar, crear conciencia y apoyar iniciativas que ataquen las raíces del odio, la discriminación y el miedo hacia lo diferente. Por otro lado, la sociedad civil y los consumidores también juegan un papel decisivo.
La presión social para que las empresas actúen con ética y compromiso real crece día a día. Los usuarios no solo buscan productos de calidad, sino que exigen que las marcas tengan una postura clara y consistente frente a los temas de derechos humanos y justicia social. En este sentido, el poder también está en las manos de quienes ejercen el consumo responsable y la elección informada. Asimismo, la esfera política no puede quedar excluida de esta conversación. La colaboración entre sectores es esencial para enfrentar retos complejos que implican cambios estructurales.
Cuando las grandes corporaciones, los gobiernos y la sociedad civil trabajan juntos, existe el potencial para construir políticas y prácticas que garanticen entornos más justos, seguros e inclusivos. Por ejemplo, un líder empresarial con una posición sólida frente a las políticas discriminatorias puede convertirse en un referente y catalizador para que otros en el sector privado adopten posturas semejantes. No es simplemente un acto altruista o caritativo; es un ejercicio de liderazgo ético y estratégico que fortalece la cohesión social y la sustentabilidad del ecosistema económico y social. Cuando el poder se usa para promover la igualdad y proteger a las minorías, también se fomenta un clima de innovación, creatividad y bienestar colectivo que, a la larga, beneficia a toda la sociedad. La solidaridad es más que una palabra: es una práctica que exige valentía y coherencia, especialmente para quienes tienen los recursos para marcar la diferencia.
La inacción o la pasividad frente a tiempos difíciles puede interpretarse como complicidad o indiferencia. La historia está llena de ejemplos donde el silencio o la neutralidad de los poderosos permitieron la consolidación de injusticias y la erosión de derechos. Así, la pregunta que nos convoca no debe enmarcarse únicamente en la responsabilidad de los grandes líderes o de las empresas, sino en un llamado amplio a la acción consciente y comprometida de todas las personas. ¿Qué vamos a hacer con el poder que cada uno posee, sea en la forma que sea? ¿Cómo contribuiremos a construir un mundo donde los principios no sean solo palabras vacías, sino cimientos de convivencia y respeto mutuo? En definitiva, el poder debe ser una herramienta para el bien común. No se trata de acumularlo para resguardarlo ni de utilizarlo solo para fortalecer intereses particulares, sino de emplearlo para garantizar que las voces más vulnerables sean escuchadas, que sus derechos sean protegidos y que la justicia prevalezca.
En tiempos de crisis y ataques contra la democracia y la dignidad de las personas, el compromiso debe ser inquebrantable. Así, quienes lideran no solo demostrarán la autenticidad de sus valores sino también inspirarán a otros a seguir su ejemplo. Porque al final, la verdadera medida del poder está en su capacidad para transformar, para alzar la voz y para no guardar silencio cuando lo que está en juego es la vida y la libertad de todos.