Internet ha sido desde su creación un espacio abierto, dinámico y en constante crecimiento, donde la información circula libremente. Esta libertad ha sido posible gracias a una inteligencia entera poco visible para la mayoría: los rastreadores o crawlers, bots que recorren incansablemente millones de sitios web para recopilar datos y mantener actualizados buscadores, aplicaciones y servicios digitales. Sin embargo, en la era de la inteligencia artificial (IA), esta relación simbiótica enfrenta un punto crítico que amenaza la apertura y accesibilidad que todos damos por sentadas. Los rastreadores, que representan aproximadamente la mitad del tráfico total en internet, juegan un papel crucial en cómo interactuamos con la web. Desde Google que posiciona resultados hasta plataformas que comparan precios o servicios turísticos, la actividad de estos bots es primordial para ofrecer experiencias en línea eficientes y relevantes.
Más allá del ámbito comercial, también apoyan herramientas fundamentales para la seguridad digital, la accesibilidad para personas con discapacidad y la preservación histórica mediante archivos digitales. Por su parte, académicos, periodistas y organizaciones de la sociedad civil dependen de ellos para realizar investigaciones, profundizar en datos y promover la transparencia. Con la explosión de la inteligencia artificial y modelos como ChatGPT que aprenden de cantidades masivas de datos extraídos del internet, los rastreadores han asumido un nuevo rol. Ahora actúan para nutrir sistemas de IA que no sólo acceden al contenido sino que pueden competir con sus fuentes originales, generando temor en los creadores y propietarios de contenido. Esta situación ha acelerado un enfrentamiento silencioso pero intenso donde los sitios web buscan proteger sus datos y su modelo económico de la especulación y uso indiscriminado por parte de la IA.
Históricamente, la relación entre los propietarios de sitios y los rastreadores fue de coexistencia pacífica. Los sitios implementaban configuraciones básicas como los archivos robots.txt para establecer límites a los bots, aunque pocas veces se realizaba un control estrictamente riguroso. Este modelo funcionaba porque la reciprocidad estaba clara: los rastreadores llevaban visitantes a las páginas y, por ende, generaban ingresos y visibilidad. Pero la aparición agresiva de rastreadores destinados a alimentar inteligencia artificial, con capacidades de acceder sin discriminación, ha puesto fin a esta armonía.
El apetito insaciable de la IA por grandes cantidades de datos variados —textos, imágenes, videos y audio— implica que incluso contenidos protegidos o que dependen de un modelo de monetización pueden ser capturados y replicados sin permiso. Esta situación plantea problemas legales y éticos que los sistemas judiciales y las instituciones regulatorias aún están intentando definir y abordar, en muchos casos de manera lenta y fragmentada. Mientras tanto, los propietarios de contenidos han optado por estrategias más inmediatas para limitar o controlar el acceso de los rastreadores, creando así un ecosistema web cada vez más fragmentado y protegido. Las contramedidas tecnológicas que han emergido para bloquear rastreadores no deseados van desde sistemas avanzados de detección y bloqueo, hasta el establecimiento de pagos y registros obligatorios para acceder a los datos. Estas medidas, alineadas con demandas legales y nuevas regulaciones como la Ley de IA de la Unión Europea, buscan defender los derechos de los creadores y preservar la integridad de sus contenidos.
Sin embargo, estas barreras están afectando no sólo a los rastreadores usados por empresas de IA, sino también a aquellos que sirven para fines legítimos e inofensivos, como investigaciones académicas o la preservación digital. El riesgo mayor es que la web se convierta en un conjunto de territorios cerrados, donde sólo grandes corporaciones y actores con poder y recursos suficientes puedan acceder, licenciar o explotar datos críticos. Esto genera un efecto dominó que perjudica sobre todo a los creadores independientes, pequeños portales, artistas y educadores, quienes podrían verse empujados a esconder su contenido tras muros de pago o, peor aún, a retirarlo del ecosistema digital. Además, los usuarios finales experimentan una navegación más restringida y fragmentada, llena de barreras como muros de suscripción, captchas constantes y procesos de registro engorrosos. Estas tensiones apuntan a una pérdida importante en la biodiversidad digital, donde la desinflación de los accesos abiertos podría volver la web menos inclusiva, menos dinámica y menos innovadora.