En las últimas décadas, el aumento en las tasas de diagnóstico del autismo ha desatado preocupación, debates y numerosos estudios para entender si estamos frente a una verdadera epidemia o a un fenómeno más complejo relacionado con cambios en la forma en que se diagnostica y se percibe esta condición. Comprender la evolución de estas cifras es crucial para abordar las necesidades reales de las personas autistas y sus familias, así como para generar políticas públicas eficientes y evitar malentendidos que puedan conducir a estigmatizaciones o a inversiones mal dirigidas. En primer lugar, conviene destacar que la aparentemente alarmante alza en los diagnósticos de autismo no puede ser interpretada de manera superficial o lineal. Estudios históricos como los realizados por el Departamento de Servicios de Desarrollo de California muestran un incremento desde el año 1931, cuando menos del 0.001% de la población infantil recibía dicho diagnóstico, hasta llegar a alrededor del 1.
2% de niños de cinco años en 2021. Sin embargo, esta comparativa a simple vista no refleja con precisión la realidad, ya que existen sesgos significativos que afectan estas cifras, principalmente relacionados con la forma en la que se ha definido y diagnosticado el autismo a lo largo del tiempo. Es importante entender que el autismo no fue oficialmente caracterizado hasta la década de 1940, con Léon Kanner siendo uno de los pioneros en describir sus síntomas. Hasta entonces, y especialmente antes de la publicación de los manuales diagnósticos modernos, los individuos con autismo eran frecuentemente diagnosticados erróneamente o incluso ignorados. Por ello, los registros antiguos reflejan una gran subestimación del fenómeno.
La definición de autismo ha cambiado considerablemente desde entonces, lo que hace que las comparaciones de tasas entre generaciones sean problemáticas. Lo que antes se catalogaba como un trastorno severo y muy restringido, hoy incluye un espectro más amplio de manifestaciones y grados de severidad. El manual diagnóstico DSM-III, publicado en 1980, fue un punto de inflexión para la psiquiatría estadounidense al establecer criterios específicos para el trastorno autista. Sin embargo, estos criterios eran estrictos y limitados, lo que mantenía los diagnósticos relativamente bajos. Más adelante, con la llegada del DSM-IV en 1994, los criterios se flexibilizaron y se ampliaron para incluir condiciones como el síndrome de Asperger y trastornos del espectro autista en grados menos severos, lo que claramente facilitó y aumentó la tasa de diagnóstico.
Además, iniciativas legislativas y sociales han influido en la forma en que se identifican y registran estos casos. La promulgación de leyes como la Ley de Educación para Todos los Niños con Discapacidades en 1975 en Estados Unidos, y su posterior reautorización bajo la IDEA, implicaron que las escuelas y centros educativos debían encontrar y apoyar a estudiantes con discapacidades, incluyendo el autismo. Este movimiento alentó a instituciones y familias a buscar diagnósticos formales para acceder a recursos, terapias y apoyos, lo que llevó a un incremento en el número de casos reportados. La motivación económica y social detrás de estos diagnósticos, aunque válida en muchos casos, puede explicar parte del aumento de las cifras más recientes. Otro aspecto fundamental a considerar es el llamado “efecto proximidad”.
Investigaciones recientes han encontrado que la probabilidad de que un niño sea diagnosticado con autismo aumenta si vive cerca de otro niño ya identificado con el trastorno, especialmente dentro del mismo distrito escolar. Esto puede deberse a factores culturales, educativos y sociales que facilitan la detección y el diagnóstico más temprano, pero que no implican necesariamente un incremento en el número real de personas con autismo, sino en la tasa de reconocimiento del trastorno. No hay que olvidar que la mayor conciencia pública también contribuye al fenómeno. Campañas de información, mayores recursos para la detección temprana y la reducción del estigma han hecho que cada vez más padres, docentes y profesionales estén atentos a los síntomas del autismo y busquen evaluaciones. Esto, unido a rutinas estándar como la administración del M-CHAT en visitas pediátricas, ha reducido la edad promedio en la que se detecta el trastorno y facilitado un aumento en las cifras registradas.
Sin embargo, la investigación también demuestra que el aumento en tasas de diagnóstico se da principalmente entre los casos menos severos, mientras que el porcentaje de personas con discapacidad intelectual grave y autismo ha disminuido. Esto sugiere un fenómeno de lo que algunos expertos denominan “creep diagnóstico”, donde se amplían los límites para incluir formas leves del trastorno o incluso comportamientos que antes no eran considerados patológicos. La interpretación errónea de estos datos ha alimentado teorías infundadas sobre causas externas, como la sospecha infundada de una relación entre vacunas y autismo, un mito desacreditado por investigaciones clínicas rigurosas durante años. Realmente, la falta de fundamento científico detrás de estas afirmaciones y la claridad que ofrecen los estudios epidemiológicos y genéticos pesan en contra de estas ideas. Existen, sin embargo, algunos factores con un respaldo sólido que podrían explicar ligeros aumentos reales en la prevalencia, aunque no suficientes para justificar el alza masiva observada en las estadísticas diagnósticas.
Entre ellos está el incremento de la edad de los padres al concebir, particularmente el efecto de la edad paterna avanzada, que se asocia con un mayor riesgo de mutaciones de novo que pueden incrementar la propensión al autismo. También la mejora en la atención médica y la supervivencia infantil implica que hoy sobreviven más personas que podrían tener condiciones relacionadas con el espectro autista, las cuales habrían sido fatales en otras generaciones. Los sistemas de salud y la recopilación de datos también han avanzado notablemente. Hoy es posible crear registros electrónicos más completos, vincular bases de datos y realizar estudios más exhaustivos que permiten identificar a más individuos. Estos avances hacen que los números reflejen mejor la realidad, pero también que se registre una mayor prevalencia documental.
En países con registros nacionales, como los países nórdicos, la prevalencia medida por síntomas se mantiene constante en torno al 1%, mientras que los diagnósticos formales sí aumentan. Esto refuerza la idea de que el aumento es en gran medida un efecto de la práctica clínica y del etiquetado diagnóstico, en lugar de una verdadera epidemia. Por último, hay que mencionar el problema de la sobrediagnosis y la medicalización de conductas normales. Algunos expertos advierten que comportamientos infantiles dentro del rango típico, especialmente en niños, han sido catalogados como síntomas patológicos para justificar ciertos servicios o recursos. Esto genera debates sobre los límites entre diferencias naturales y trastornos, y resalta la necesidad de criterios diagnósticos claros y responsables.
El desafío para los profesionales de la salud, la educación y los legisladores es reconocer las mejoras en diagnóstico y la importancia de ampliar el acceso a servicios sin seguir creciendo innecesariamente la cifra de diagnosticados. Se trata de lograr un equilibrio que garantice el bienestar y el apoyo para quienes realmente lo necesitan, sin patologizar rasgos como la timidez, ciertas maneras de relacionarse o talentos atípicos que no implican discapacidad. En definitiva, el aumento en las tasas de diagnóstico de autismo es un fenómeno multifactorial donde los cambios en los criterios diagnósticos, la mayor conciencia social, las políticas educativas y sanitarias, y la mejora en los sistemas de recolección de datos juegan un papel principal. Mientras no exista evidencia concluyente de un aumento real en la incidencia del trastorno, debe evitarse interpretar erróneamente estas cifras como una epidemia genuina. Comprender esta compleja realidad es clave para avanzar hacia un sistema que apoye eficazmente a las personas autistas y a sus familias, al tiempo que promueve la información veraz y combate la desinformación.
Solo así se podrá desterrar mitos dañinos, optimizar recursos y fomentar una sociedad inclusiva y respetuosa con las diferencias.