El concepto de un orden mundial basado en reglas ha sido durante décadas el pilar que sustentó la estabilidad internacional y la cooperación entre las naciones. Sin embargo, en los últimos años ha habido un retroceso evidente de este sistema, con un aumento significativo de la violencia y una erosión en la confianza de las instituciones multilaterales que han tratado de mantener la paz y el orden desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Este fenómeno exige un análisis detallado sobre las causas de esta transformación, las implicaciones geopolíticas y qué puede significar para el futuro de la paz global. Tras la Segunda Guerra Mundial, las principales potencias mundiales crearon un sistema internacional basado en normas, tratados y organismos que promovían la convivencia pacífica, la resolución diplomática de conflictos y el respeto por la soberanía nacional. El sistema, dominado por el liderazgo estadounidense durante la era conocida como Pax Americana, permitió un periodo relativamente estable, aunque no exento de tensiones y guerras localizadas.
En años recientes, sin embargo, la autoridad y el peso de ese liderazgo han disminuido considerablemente. La administración estadounidense, bajo el mandato de Donald Trump, evidenció un giro hacia una política exterior más aislacionista y errática, marcada por la indiferencia hacia las alianzas tradicionales y un debilitamiento notable de la cooperación multilateral. Este cambio ha generado un vacío de liderazgo que otras potencias han comenzado a llenar, no siempre con intenciones pacíficas o basadas en el consenso internacional. La consecuencia más visible de esta transición ha sido la proliferación de conflictos armados en diversos puntos del globo. Desde el conflicto prolongado entre Israel y Palestina, con un bloqueo que ha bloqueado ayuda humanitaria esencial, hasta la guerra abierta en Ucrania, que se ha convertido en un epicentro de tensiones entre Rusia, Occidente y sus aliados.
En todas estas zonas, las reglas internacionales que antaño limitaban la agresión han perdido fuerza y respeto, siendo sustituidas por una lógica más cruda y basada en la fuerza y la influencia unilateral. Ejemplos claros de esta realidad se observan en regiones como el Medio Oriente, donde la inestabilidad se mantiene elevada y los esfuerzos diplomáticos por solucionar las disputas se ven socavados por acciones militares de gran alcance y la intervención indirecta de actores externos. La falta de consenso para aplicar sanciones efectivas o coordinar respuestas conjuntas evidencia la fractura en la comunidad internacional. La Unión Europea, por ejemplo, ha enfrentado dificultades para adoptar posiciones unificadas frente a las agresiones y violaciones del derecho internacional, destacando un momento de profunda incertidumbre respecto a su papel en el escenario global. A su vez, en Asia Meridional, la rivalidad entre India y Pakistán ha alcanzado niveles alarmantes, con intercambios de fuego y tensión nuclear.
En este contexto, la ausencia o la pasividad de potencias mediadoras como Estados Unidos se subraya como un factor que agrava la crisis. Mientras tanto, otras regiones como África sufren múltiples conflictos con impactos humanitarios devastadores, mientras las estructuras internacionales de apoyo y monitoreo se ven desbordadas o incapaces de actuar de manera efectiva. Desde una perspectiva más amplia, la desaparición del anclaje proporcionado por Washington ha acelerado la emergencia de un mundo multipolar, aunque inestable. Potencias como Rusia, China, Irán y Corea del Norte han adoptado posturas más agresivas y expansionistas, desafiando abiertamente las reglas del sistema global y apoyándose mutuamente. A esta alianza se suman países que, inicialmente neutrales o discretos, participan indirectamente suministrando recursos, armas o asistencia, contribuyendo a la complejidad del escenario bélico y político.
La guerra en Ucrania es una manifestación emblemática de esta dinámica. Un conflicto que en su origen regional muestra dimensiones globales debido a las alineaciones políticas, económicas y militares que ha provocado. Además, revela la fragmentación del orden internacional, donde las sanciones, las rupturas comerciales y las hostilidades geopolíticas cuestionan la viabilidad del sistema basado en normas multilaterales. Los expertos destacan que ya no estamos frente a una simple guerra local o conflicto regional sino ante una multipolaridad conflictiva, con dimensiones y repercusiones que pueden asemejarse a un conflicto de escala mundial. Algunos analistas incluso sostienen que una especie de tercera guerra mundial está en curso en formas no tradicionales, plasmada en enfrentamientos híbridos, económicos, cibernéticos y diplomáticos donde la violencia física es solo una de las manifestaciones.
Europa, como región, se encuentra frente a una encrucijada definida por la necesidad de definir su camino futuro. La percepción generalizada es que, por primera vez en décadas, debe contemplar la posibilidad de operar de manera autónoma en materia de seguridad y defensa, sin depender exclusivamente de Estados Unidos o la OTAN tal como se conoce tradicionalmente. Países como Francia, Alemania, Polonia y el Reino Unido lideran iniciativas para crear un marco de defensa europeo propio, dadas las crecientes incertidumbres sobre la fiabilidad de sus antiguos aliados. Otra parte fundamental de esta crisis del orden internacional reside en la erosión del respeto por los derechos humanos y las normas humanitarias. Actos como el bloqueo de Gaza, con su impacto directísimo sobre la población civil, o el apoyo encubierto a grupos armados en varios frentes, demuestran cómo el pragmatismo y los intereses estratégicos priman sobre el cumplimiento de principios éticos y legales.
El silencio y la inacción de muchas naciones ante estas situaciones generan un sentimiento generalizado de impunidad y desencanto hacia la comunidad internacional. Los desafíos que presenta este panorama son enormes. La recuperación y reforzamiento de un sistema basado en reglas requiere voluntad política, coordinación y compromiso de las principales potencias y actores globales. En un contexto donde el unilateralismo y la competencia abierta parecen prevalecer, restablecer la confianza internacional será una tarea ardua pero indispensable para evitar una escalada permanente de violencia y futuras confrontaciones más destructivas. Además, la globalización y los avances tecnológicos han modificado las relaciones internacionales al hacer que los conflictos sean más complejos y entrelazados.
La interdependencia económica no ha sido suficiente para contener las tensiones ni evitar la ruptura de acuerdos internacionales. Esto pone en evidencia la necesidad de mecanismos modernos y flexibles que puedan gestionar las nuevas realidades multipolares y los desafíos emergentes, como la guerra cibernética o la manipulación informativa. Por último, la opinión pública global también desempeña un papel crucial. La conciencia sobre las consecuencias humanitarias y geopolíticas de esta deriva hacia la violencia y la anarquía internacional promueve la exigencia de rendición de cuentas y soluciones pacíficas. Sin embargo, la polarización política, el nacionalismo y la desinformación complican la consolidación de consensos internacionales que permitan revertir el declive del orden basado en reglas.
En definitiva, la retirada del orden mundial fundado en normas claras y el aumento de la violencia representan un momento decisivo en la historia contemporánea. La forma en que las naciones afronten estos retos determinará no solo la estabilidad geopolítica sino también la posibilidad de garantizar un futuro donde la seguridad, la justicia y la cooperación puedan prevalecer sobre la confrontación y el caos.