Las redes sociales han revolucionado la forma en que las personas se comunican, interactúan y consumen información. Desde su aparición, prometieron ser espacios para conectar genuinamente con familiares, amigos y comunidades, fortaleciendo los lazos sociales clásicos. Sin embargo, esa promesa se ha revelado paradójica, casi oxímoron, pues la realidad actual expone que estas plataformas funcionan más como infraestructuras de datos que como verdaderos medios sociales. En su libro Superbloom, Nicholas Carr ofrece una visión crítica que nos ayuda a entender esta dualidad. Recuerda un testimonio de Mark Zuckerberg en una audiencia del Congreso en 2018, cuando declaró que Facebook –ahora Meta– es principalmente una empresa tecnológica, no una mediática o social.
Este detalle es fundamental porque pone en perspectiva la manera en que estas compañías entienden y operan sus plataformas: no como espacios para facilitar relaciones humanas auténticas, sino como sistemas diseñados para procesar, controlar y optimizar flujos de información digitales. Este planteamiento se basa en la teoría de la información de Claude Shannon, que considera los mensajes como códigos binarios sin significado o contexto multivalente. Bajo esta perspectiva, la riqueza y subjetividad del lenguaje humano, junto con la complejidad de la comunicación interpersonal, son reducidas a simples datos cuantificables y manipulables. La persona que interactúa en la red social queda así convertida en un nodo de información más, un punto de datos sin individualidad sensible, susceptible de ser analizado, segmentado y monetizado. El llamado «feed» o muro principal de Facebook representa esta idea a la perfección: se ofrece al usuario una corriente personalizada y continua de contenido, pero a la vez ese usuario es una corriente igualmente susceptibles de ser integrada y optimizada dentro del flujo general de datos.
La experiencia social se convierte en un intercambio de estímulos calculados, sujeta a algoritmos que buscan maximizar el tiempo de atención y la respuesta emocional predecible. Contrariamente a la imagen idealizada de fortalecer lazos sociales genuinos, muchas de las interacciones en estas plataformas son guiadas por un interés comercial: mantener al usuario enganchado para incrementar las impresiones publicitarias y la venta de espacios. La atención no se distribuye equitativamente entre las conexiones interpersonales, sino que es desviada hacia contenidos diseñados específicamente para capturar y sostener el interés, especialmente el contenido de entretenimiento profesional o viral. La consecuencia es un efecto profundo en la naturaleza misma de la socialidad digital. Amigos y familiares pasan a ser fuentes de contenido que se consumen, pero no con los niveles de interacción recíproca propios de una relación viva y balanceada.
Los algoritmos privilegian la espectacularidad o el valor de entretenimiento, haciendo que la comunicación auténtica sea cada vez menos frecuente y menos visible. Esta dinámica provoca a menudo sentimientos de aislamiento pese a la aparente hiperconectividad. Los usuarios terminan percibiendo a sus círculos sociales como competidores o incluso antagonistas, fomentando emociones como la envidia o la inseguridad. La interacción parece reducirse a un espectáculo donde cada publicación es parte de una competencia algorítmica para captar atención y generar reacciones, no un diálogo o intercambio humano verdadero. También es crucial señalar que, bajo esta lógica, las plataformas no buscan ser meros facilitadores de comunicación, sino sistemas de control y gestión de comportamiento mediante el manejo y análisis de grandes volúmenes de datos.
Las relaciones interpersonales son dinamizadas para maximizar la generación y circulación de información digital, transformándose en un recurso más dentro de la economía de la atención y de los datos. La evolución hacia plataformas de entretenimiento es un paso más en esta transformación. Meta, por ejemplo, redefine su modelo como un servicio de consumo digital, desplazando a un segundo plano la concepción de agencia social. De esta manera, el usuario no es tanto un participante activo de una comunidad, sino un consumidor pasivo de contenido, que a su vez produce datos para alimentar el sistema. Este cambio tiene implicaciones profundas para la percepción de la identidad y el yo en la era digital.
La experiencia de ser «social» en estos espacios a menudo se traduce en una especie de auto-cuantificación y fragmentación, donde la persona se convierte en un conjunto de respuestas medibles y predecibles, más que en un sujeto con profundidad y complejidad. El concepto mismo de calidad de la interacción queda diluido. Los avances técnicos y la ubicuidad de conexión permiten consumir contenido casi en cualquier momento y lugar, lo que podría parecer una ventaja, pero al mismo tiempo promueve la superficialidad y la fragmentación de la atención. La perpetua disponibilidad de entretenimiento digital desplaza la inspiración para dedicar tiempo y esfuerzo a cultivar relaciones auténticas, reduciendo la experiencia humana a la simple recepción y producción de datos. Esta realidad también ha hecho que las críticas clásicas sobre el control y la monetización de la «gráfica social» –la red de relaciones y frecuencia de contacto entre usuarios– se transformen.
En lugar de aprovechar esa red para fortalecer la comunidad y la resistencia frente a la mercantilización, las empresas tecnológicas han encontrado más rentabilidad en desmantelar o debilitarlas, fomentando el aislamiento como una forma de asegurar un consumo más predecible y constante. En resumen, las redes sociales se encuentran en la paradoja de ofrecer conexión mientras generan aislamiento, prometiendo sociabilidad y entregando flujos incesantes de datos. La tecnología, que podría potencialmente expandir la comunicación humana rica y diversa, termina homogeneizando la experiencia, trasladando la interacción auténtica a una función secundaria frente a las dinámicas económicas y algorítmicas. Esta contradicción genera un desafío importante para los usuarios y para la sociedad. Aprender a navegar entre las ventajas de la disponibilidad digital sin perder de vista la importancia de las relaciones humanas reales es una urgencia.