En la última década, la inteligencia artificial (IA) ha dejado de ser un concepto abstracto para convertirse en una presencia constante en nuestra vida profesional y personal. Desde los asistentes virtuales hasta complejas herramientas de análisis de datos, la IA está en todas partes, transformando la forma en que trabajamos, aprendemos y nos comunicamos. Sin embargo, para muchos profesionales del mundo tecnológico, esta revolución llega acompañada de una sensación inesperada de desajuste, sobre todo cuando el acostumbramiento a ciertas herramientas clásicas se mantiene firme. Soy un ingeniero de infraestructura que, tras una pausa prolongada en la carrera, he regresado a un campo donde la IA es omnipresente, y donde aún habito con herramientas tan tradicionales como el editor de texto vi. Recordar cómo comencé en el mundo del software me conecta con una época llena de experimentación y aprendizajes autodidactas.
Empecé con el hardware, la electrónica y poco a poco transité hacia la creación de aplicaciones web en MySpace, un pionero escenario de las redes sociales tempranas. Mi trabajo eventualmente evolucionó hacia la programación en Java para resolver problemas científicos durante mis años escolares, una experiencia que, aunque sencilla, cimentó mis cimientos en el desarrollo de software. Tras más de una década de experiencia profesional que abarcó diversas áreas como frontend, seguridad y diseño de APIs, decidí que mi lugar estaba en la infraestructura, el núcleo que sostiene todo el ecosistema tecnológico. Pero el panorama cambió drásticamente. Después de diez años entregado de lleno a la industria, la chispa inicial comenzó a apagarse.
La rutina y la pérdida de interés me arrastraron a una pausa prolongada, donde apenas tocaba una computadora y me alejé del código. Mientras tanto, el mundo de la tecnología no se detuvo; al contrario, se aceleró. Surgieron nuevas plataformas y herramientas, la inteligencia artificial empezó a despegar con los modelos de lenguaje como GPT-3, y conceptos como la automatización con GitHub Actions se volvieron cosa de todos los días. Este alejamiento traía consigo un dilema: cómo reincorporarme y entender esta nueva era tecnológica sin las ataduras del pasado ni los prejuicios de lo que ya no existe. Fue una tarea compleja.
La IA que hoy vemos no es una magia inaccesible, sino una herramienta potencialmente transformadora que exige comprensión y una colaboración activa. Volver al ruedo significó aceptar que las habilidades tradicionales necesitaban complementarse con nuevos conocimientos y una mente abierta hacia el cambio. Formar parte ahora de una empresa al frente de esta revolución me ha brindado la oportunidad de ver cómo la IA puede ayudar a optimizar procesos, automatizar tareas repetitivas y facilitar la toma de decisiones. Por ejemplo, utilizo ChatGPT para resolver consultas complejas en SQL, aprovecho asistentes especializados para adaptar configuraciones y empleo herramientas como Cursor para generar scripts en bash más eficientes. Estas soluciones, lejos de desplazarme, han potenciado mi productividad y calidad de trabajo.
Sin embargo, no son infalibles ni independientes. La supervisión humana sigue siendo crucial para validar resultados y evitar errores que la sofisticación técnica no siempre consigue prevenir. Este entorno me obliga a reconciliar dos mundos aparentemente antagónicos: la modernidad de la IA y la estabilidad de entornos y tecnologías clásicas que muchos consideramos sagradas, como el editor vi. Mientras el resto del ecosistema parece girar hacia interfaces gráficas y asistentes automáticos, sigo trabajando con vi, un editor minimalista y potente que exige conocimiento y precisión. Vivir en vi es vivir conectado a la raíz de la ingeniería, donde cada línea de código, cada comando, es una decisión consciente y deliberada.
Esta dualidad personal simboliza el contraste entre las herramientas que dominamos y aquellas que transforman nuestro entorno. Acechar la inteligencia artificial como una amenaza es común y comprensible. Aceptar que parte de nuestro trabajo puede ser automatizado o modificado genera inquietud, especialmente en profesiones ligadas a la creación y gestión tecnológica. Sin embargo, reconocer que la IA es una extensión de nuestras capacidades, un colaborador con limitaciones propias, abre la puerta a una integración fructífera. La IA no es una entidad con conciencia o inteligencia genuina, sino una estructura basada en patrones y datos que requiere guía humana constante.
Compararla con un niño con un conocimiento vasto pero sin sentido común refleja bien sus fortalezas y debilidades. Mirando hacia el futuro, podemos asegurar que la IA marcará una nueva era en la historia tecnológica, una "Edad de la IA" como algunos ya la llaman. Los cambios no solo serán técnicos, sino también sociales, culturales y éticos. La manera en que decidamos adoptar estas innovaciones definirá nuestro desarrollo profesional y personal. Para los ingenieros de infraestructura como yo, el reto está en continuar aprendiendo, no desconectarse de la evolución y mantener el equilibrio entre herramientas modernas y conocimientos tradicionales.
La transformación tecnológica es innegable. Como dijo el filósofo romano Lucrecio, la naturaleza del mundo cambia con el tiempo, y nada permanece constante. Adaptarse significa entender que los cambios existen para ser aprovechados y no temidos. La clave está en no perder la curiosidad y la capacidad de reinventarse, en balancear la experiencia con la innovación, en ser tan avanzados como conscientes de nuestras limitaciones. Al final, vivir en un mundo donde la IA es ubicua y, al mismo tiempo, mantener el dominio sobre herramientas como vi representa un viaje personal hacia la integración entre pasado y futuro.
Es una invitación para todos los profesionales de la tecnología a abrazar el cambio, usar la inteligencia artificial como una aliada y recordar que detrás de cada línea de código, cada sistema automatizado, hay una persona con la capacidad de liderar el camino.