El acceso a baños públicos limpios y seguros es una necesidad básica en cualquier sociedad moderna. Sin embargo, la provisión y mantenimiento de estos espacios representa un desafío constante para las ciudades, especialmente cuando el costo recae exclusivamente en los presupuestos públicos. En Europa y en diversas partes del mundo, los baños de pago han sido una solución común para cubrir estos gastos, pero en Estados Unidos su uso es prácticamente inexistente debido a prohibiciones establecidas en las décadas pasadas. La discusión sobre la legalización de los baños de pago plantea importantes preguntas sobre equidad, costo y calidad del servicio, la viabilidad financiera y la sostenibilidad urbana. Históricamente, los baños de pago fueron comunes en Estados Unidos hasta la década de los 70.
Fue entonces cuando movimientos sociales, con apoyo de organizaciones como la CEPTIA (Committee to End Pay Toilets in America), promovieron la prohibición de estos servicios ante la percepción de que eran injustos, discriminatorios particularmente hacia las mujeres, y una barrera al acceso a un derecho básico. La icónica protesta de la asambleísta March Fong Eu en California, quien destruyó simbólicamente un inodoro de pago para evidenciar esta problemática, reflejó el sentimiento de que cobrar por el acceso a un sanitario generaba desigualdades de género y sociales. La lógica principal detrás de la oposición a los baños de pago se centra en la diferenciación entre servicios para hombres y mujeres. Por ejemplo, los urinarios masculinos normalmente no estaban sujetos a tarifa, mientras que los cubículos para mujeres sí. Esta situación fue vista como sexista, justificando la postura en contra de los baños pagados.
Sin embargo, este debate técnico, basado en diferencias estructurales en el diseño y mantenimiento de los baños, ha quedado muchas veces relegado frente a las demandas sociales y políticas. En la práctica, las prohibiciones lograron eliminar casi totalmente los baños de pago en Estados Unidos, pasando de alrededor de 50,000 instalaciones a casi ninguna en menos de una década. Sin embargo, este logro tuvo consecuencias imprevistas. La eliminación de esta modalidad no impulsó una expansión significativa en la cantidad ni calidad de baños públicos gratuitos. Por el contrario, muchas ciudades comenzaron a reducir o a no invertir en infraestructuras sanitarias públicas, debido a las dificultades para financiar y mantener estos espacios.
Mantener un baño público limpio, seguro y accesible requiere recursos constantes, y la falta de ingresos por atención dificulta esta tarea. Europa, en contraste, ha mantenido durante décadas un sistema donde el cobro de pequeñas cuotas por el uso de baños públicos contribuye a su mantenimiento. En países como Alemania, Reino Unido, Francia y Portugal, este modelo ha permitido conservar instalaciones limpias, bien atendidas y funcionales. Los usuarios pagan tarifas simbólicas que cubren no solo el desgaste sino la limpieza constante y, en muchos casos, la presencia de personal encargado de la administración de estos espacios, lo cual incrementa la seguridad y la sensación de orden. Esta diferencia refleja también las distintas formas de entender el rol del Estado y del sector privado en la provisión de servicios públicos.
Mientras en Estados Unidos predominan soluciones mixtas, donde el acceso a los baños está mediado por la iniciativa privada o el consumo de bienes (como la política de "clientes solamente" en cafeterías y restaurantes), en buena parte de Europa se asume que la tarifa por los baños forma parte de un sistema transparente para preservar el servicio, evitando que se convierta en un problema sanitario o de seguridad. Los defensores de la legalización argumentan que permitir baños de pago podría ser una forma eficaz de abordar los retos de financiación y mantenimiento. Las tarifas podrían generar ingresos que faciliten la contratación de personal para limpieza y vigilancia, mejorando así la calidad del servicio y previniendo su deterioro. Además, el costo por uso contribuiría a un sistema más justo donde los turistas o visitantes, que se benefician de la infraestructura urbana, financien parte de su mantenimiento, aliviando la carga para los contribuyentes locales. No obstante, esta propuesta también se enfrenta a críticas legítimas.
Existe preocupación por la exclusión de personas de bajos recursos, sin las posibilidades económicas para pagar las tarifas, como personas sin hogar o grupos vulnerables. La cuestión de la equidad es central cuando se debate un servicio tan esencial como el acceso a un baño. La ausencia de baños gratuitos o de fácil acceso puede generar mayores problemas sociales y sanitarios, como la presencia de excreciones en espacios públicos y la propagación de enfermedades. Para atender estas preocupaciones, algunos sugieren la implementación de modelos híbridos. Por ejemplo, que los baños en instalaciones públicas importantes o monumentos sean gratuitos, mientras que en áreas comerciales o de alta afluencia se apliquen tarifas simbólicas para contribuir al mantenimiento.
Otra opción es ofrecer mecanismos para que ciertos grupos, como residentes locales o personas vulnerables, puedan acceder sin costo o con descuento, mientras que los turistas y visitantes abonen la tarifa regular. Además, los avances tecnológicos han abierto nuevas posibilidades para la operación eficiente y segura de baños de pago. Sistemas electrónicos con acceso controlado, pagadores automáticos y aplicaciones móviles podrían facilitar el uso sin generar largas filas ni incomodidades. Esto permitiría además una mejor gestión de ingresos y transparencia en el destino de los fondos recaudados. El aspecto cultural también juega un papel importante en la aceptación o resistencia hacia los baños de pago.
La experiencia europea muestra que, cuando el sistema está bien implementado y el costo es razonable, los usuarios lo aceptan sin mayores objeciones. En cambio, en Estados Unidos persisten mitos o percepciones negativas, vinculadas a la idea de cobro por algo que se considera un derecho básico. Algunos expertos sugieren que el debate actual debería alejarse de posiciones ideológicas y enfocarse en soluciones pragmáticas y contextuales. Más que una cuestión de prohibir o legalizar, sería valioso evaluar las necesidades locales, el nivel de inversión pública disponible y la participación del sector privado para crear un sistema que garantice baños públicos accesibles, limpios y seguros para toda la población. Finalmente, la experiencia de otros países aporta lecciones útiles.
En lugares donde los baños de pago funcionan bien, suelen combinarse con campañas de concientización sobre higiene, normas claras para su uso y mantenimiento, y control social que evita el vandalismo y el uso indebido. La regulación también juega un rol, estableciendo estándares mínimos de limpieza, tarifas máximas y mecanismos para asegurar el acceso equitativo. La legalización de los baños de pago en Estados Unidos no es solo un tema económico o técnico; es también un asunto social que involucra derechos, responsabilidad publica, y visión de ciudad. En un momento donde la calidad de vida urbana es prioridad, garantizar que todos tengan acceso a instalaciones sanitarias dignas es fundamental. Permitir un modelo sostenible que combine tarifas simbólicas con medidas de inclusión y supervisión puede ser una respuesta viable para revertir la carencia de baños públicos funcionales y mejorar la salud pública.