La asociación actual entre el color rosa para las niñas y el azul para los niños es tan común que parece algo natural y universal. Sin embargo, esta división cromática en la vestimenta infantil no siempre fue así, ni surge de una regla fija inmutable. La historia detrás de por qué los niños llevan azul y las niñas rosa revela una compleja mezcla de cambios sociales, modas pasajeras, y construcciones culturales que se han transformado a lo largo de los siglos. Para entender cómo estos colores llegaron a representar esta división de género tan marcada, es necesario viajar al pasado y analizar las tendencias históricas y los factores que influyeron en estas convenciones de vestimenta infantil. En épocas anteriores, hasta el siglo XIX, los niños y las niñas se vestían de manera prácticamente indistinta.
Los bebés y niños pequeños, sin importar su sexo, usaban vestidos blancos neutros que facilitaban el lavado y el blanqueo, además de reflejar la practicidad como factor principal más que el género. Era común que durante la era victoriana los niños usaran vestidos o faldones hasta que alcanzaban cierto grado de madurez, alrededor de los 6 o 7 años, cuando tenían una ceremonia conocida como "breeching" que simbolizaba la transición hacia una vestimenta más masculina y pantalones. Esta tradición reflejaba una concepción diferente del desarrollo infantil y la identidad de género que no estaba marcada por colores específicos. En el cambio de siglo, especialmente a principios del siglo XX en países occidentales como Estados Unidos y Reino Unido, comenzaron a surgir indicios de una diferenciación más clara en la ropa que llevaban los niños y las niñas. Fue entonces cuando comenzaron a popularizarse los colores pastel, con rosa y azul ganando relevancia, aunque, curiosamente, la atribución de estos colores a un sexo específico estuvo lejos de ser uniforme o consistente.
En textos especializados y catálogos de la época a menudo se indicaba justamente lo contrario de la norma actual: rosa se consideraba un color más fuerte y decidido, más adecuado para los niños, mientras que el azul se veía como un tono delicado y suave, más apropiado para las niñas. Esta asignación se basaba en ideas sobre la psicología del color y la percepción estética, no en una verdad absoluta. Por ejemplo, informes comerciales de 1918 recomendaban rosa para los niños y azul para las niñas, señalando que el rosa derivaba del rojo, un color asociado a la pasión y la intensidad, atributos tradicionalmente ligados a la masculinidad, aun en los niños pequeños. Igualmente, algunas fuentes vinculaban la selección del color con rasgos físicos como el color del cabello o los ojos, asignando rosa para los niños con cabello oscuro y azul para los niños con ojos claros. Esta variedad de criterios indica que la relación entre colores y género era aún fluida y experimental.
En las décadas siguientes, particularmente en la primera mitad del siglo XX, la industria de la moda, junto con el auge de la publicidad y la comercialización infantil, comenzó a normalizar y estandarizar la asociación del rosa con las niñas y el azul con los niños en muchos segmentos de la sociedad. Departamentos de tiendas y comerciantes promovieron esta división para facilitar la segmentación del mercado y aumentar las ventas, destacando la importancia económica en la elección de colores femeninos y masculinos. El análisis de libros impresos y revistas confirma una tendencia creciente hacia la codificación de estos colores, aunque existen ejemplos dispersos que muestran cierta ambivalencia o incluso la persistencia de la asignación contraria. En realidad, la popularización definitiva del rosa para niñas y azul para niños se consolidó en la cultura estadounidense en la posguerra de los años 40 y 50. La prosperidad económica y la fuerte publicidad familiar de la época impulsaron la confección y comercialización de ropa infantil con códigos de género bien definidos.
La vestimenta dejó de ser simplemente práctica para ser un marcador social y simbólico que ayudaba a mantener las normas de identidad y roles tradicionales. Curiosamente, en las décadas posteriores se produjo un movimiento contrario impulsado por la liberación femenina y los cambios sociales de los años 60 y 70. Durante este período, la ropa unisex alcanzó gran popularidad, eliminando las distinciones rígidas por género. Las niñas podían vestirse con ropa tradicionalmente masculina y viceversa, promoviendo la idea de que limitar la expresión a través de la ropa podía perpetuar roles de género opresivos y limitar las opciones futuras de las personas. En este momento, las tiendas y catálogos dejaron de exhibir casi por completo ropa rosa para los niños y niñas, adoptando una estética más neutral y funcional.
Sin embargo, a finales de los años 80 este patrón volvió a cambiar. El avance de la tecnología prenatal que permite conocer el sexo del bebé antes del nacimiento influyó decisivamente en la creciente demanda de productos específicos para niños y niñas, generando un resurgimiento del rosa y azul como símbolos incontestables de género. Los fabricantes comenzaron a promover líneas de productos personalizados, desde ropa hasta accesorios y juguetes, que reforzaban la idea de que los roles de género podían y debían expresarse desde la infancia a través del color y el estilo. Más allá del mercado, esta tendencia también reflejaba cambios culturales: madres que habían crecido durante la era de la moda unisex comenzaron a reivindicar la feminidad y la expresión de género tradicional para sus hijas, desafiando la visión anterior que veía estas expresiones como limitantes. Además, la publicidad y los medios de comunicación dirigidos a los niños han creado entornos en los que los colores rosa y azul funcionan como señales claras e inmediatas para la identificación de género.
Para los niños, la construcción de la identidad pasa tanto por influencias sociales como por preferencias personales, alimentadas por una exposición constante a estos símbolos y normas culturales. En años recientes, la rigidez del binarismo rosa-azul ha sido cuestionada por movimientos en favor de la diversidad y la inclusión, que promueven la moda neutral y la libertad de elección sin importar género. Especialmente entre las generaciones más jóvenes, como la Gen Z, se observa una mayor apertura a definir el género de manera más fluida y a rechazar las etiquetas estrictas impuestas por la sociedad. Este cambio está motivando que marcas y tiendas reconsideren sus ofertas para atender a un público que no se siente representado por los colores tradicionales. Al mismo tiempo, la industria de la moda infantil explora la inclusión y la variedad, incorporando colores y estilos que mezclan o ignoran las antiguas divisiones de género.
Estas transformaciones reflejan una evolución cultural más profunda que busca reconocer la complejidad individual de cada persona, rompiendo con expectativas sociales preestablecidas. La historia del porqué las niñas visten de rosa y los niños de azul es mucho más que una simple cuestión de moda. Es un reflejo de cómo la sociedad construye y modifica las identidades de género a través del lenguaje visual y simbólico, cómo los mercados capitalizan estas construcciones y cómo las nuevas generaciones interpretan y reinventan estas normas. Esta evolución continua demuestra que los colores y las prendas que usamos son parte de un diálogo constante entre tradición, identidad y cambio cultural, trascendiendo la apariencia para convertirse en un espejo de los valores y las creencias de cada época.